lunes, 29 de abril de 2013

Raquel Mizrahi, El intruso




Estaba muy cansada. Por suerte encontré un asiento y pude abrir el libro, pero permanecí despierta sólo el tiempo necesario para acomodar la cabeza. Soñé que un gato me había convertido en su esclava y desperté sobresaltada. 
Cuando bajé del colectivo, caminé las dos cuadras con la sensación de que alguien me seguía. Al llegar a la puerta miré hacia atrás, pero la vereda estaba desierta. Cerré con llave y puse la traba.
Luego de ducharme preparé la cena. Desde la cocina oí ruidos en la sala y entonces recordé que no había cerrado la ventana. Saqué un cuchillo grande del cajón y me acerqué conteniendo la respiración. Espié con un ojo a través del marco de la puerta y el libro que había dejado al  borde de la mesa estaba tirado en el suelo. 
Cuando levanté los ojos hacia el sillón, lo vi echado en un extremo restregando la cabeza entre los almohadones. Parecía un niño jugando en el rincón favorito de su casa y yo una simple espectadora que lo observaba fascinada. Sus ojos, brillando en la penumbra, se clavaron en los míos...
Guardé el cuchillo en el cajón y busqué un abrelatas. Le llevé el plato de atún  y me senté en el suelo para hacerle compañía.
Desde entonces apuro siempre el paso de regreso; sé que espera impaciente detrás de la puerta, y cuando entro, sus ojos implacables me reprochan la tardanza.  

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