viernes, 5 de abril de 2013

Margarita Rodríguez - Otoñal


En la cocina de la casilla, junto a la ventana que da al patio de tierra, Doris y Rosalía se encuentran cada tarde a desgranar épocas  pasadas. Sobre una rústica mesa de madera, un viejo mantel de hule verde con resabios de flores amarillas, desteñidas por el roce. Mantel que alguna vez fue nuevo, cubriendo con su fulgor las miserias cotidianas, depositario de lágrimas, puñetazos y borratinas; testigo mudo de todos los secretos y discusiones de la familia. Doris dispone las cosas para el mate  de la tarde, la ceremonia de todos los días, cuando el tiempo y la artrosis de Rosalía lo permiten.
Nunca antes se habían frecuentado, no habían sido amigas, ni siquiera buenas vecinas. Las vidas de cada, una a pesar de estar en la misma manzana por más de cuatro décadas, habían transcurrido por carriles muy distintos. Se conocían de vista, un buenos días en el almacén o en la parada de colectivos, porque antes la gente se saludaba, y nada más. Una tarde se encontraron en la esquina e, imprevistamente se detuvieron a expresar su indignación, ya nadie quedaba exento del flagelo. Uno de los tantos episodios de inseguridad que asolaban al barrio desde que las cosas cambiaron, ocurrió durante la noche en esa misma cuadra. Asaltaron a don Paco mientras dormía y se llevaron los pocos bártulos que encontraron en la casa del pobre viejo. El raterismo es habitual y todos se cuidan de no dejar nada al alcance de la tentación de los paqueros, como los vecinos mismos dieron en llamar a los jóvenes que deambulan y pernoctan en las calles prestos a obtener algún beneficio con que alimentar la adicción. Ambas viven solas, tal vez se reconocieron en esa jauría humana, como uno de los pocos personajes que quedan y que habían plasmado la otrora identidad del lugar de gente humilde, de trabajadores, de bohemios, de personas que encontraron su lugar en el mundo, lejos del estigma y la discriminación. Después de ese encuentro casual, Doris comenzó a detenerse en la puerta de la casa de Rosa cuando volvía de trabajar y la encontraba regando el jardín. Llegaron a hacerse buenas amigas recordando anécdotas, personas y  costumbres que la memoria se resistía a dejar en el olvido.
Ahora Doris se encontraba más sola que nunca. De un carácter batallador y poco afecta a dejarse deprimir con facilidad, mujer independiente y luchadora como pocas. Se quedó sin trabajo y Rosa sintió la necesidad de hacerle compañía en ese duro trance. Ella, que pasaba las tardes tejiendo con la única compañía de sus dos perros y cinco gatos, estaba más que dispuesta a llenar el vacío existencial de su vecina.
_ ¡Ese hijo de puta no me va a echar así nomás! Seis años trabajé en esa parrilla de mierda para que ahora me salga con qué quiere renovarse. Dice que hay gente interesada en invertir, que el restaurante es una marca registrada en el río porque atrae gente de todas partes, pero que se siente  muy cansado y está pensando en retirarse. Me ofreció unos pesos, como si eso compensara todo lo que hice de más, por ser amigos y por vivir cerca.
Rosita la escuchaba con tristeza mientras abría el paquete de bizcochos agridulces y le ofrecía uno.
_ Nunca le fallé. Cuando faltaba alguno, enseguida me mandaba al pibe a ver si yo podía cubrirlo, ya sea en la cocina o en el salón, y nunca me negué. Con lluvia, con barro. Porque claro, las pendejas cuando llueve no van, pero a mi esos veinte mangos extras no sabés lo bien que me venían. Y las veces que salí con el agua hasta las rodillas, nunca me quejé, salía igual, porque al otro día el negocio abría aunque acá siguiéramos teniendo agua en la calle. Y ahí iba yo, a baldear, a sacar el barro de la inundación. Cuando cobrás por día te tenés que callar la boca y agarrar lo que venga. Y ahora esto, somos tres que quedamos en la calle, pero Cacho, mi compañero, habló con un abogado a ver qué se puede hacer. Dice que le podemos sacar unos pesos más.
Doris vuelve a calentar agua para otra ronda de mate, mientras el sol tibio de la tarde se abre paso entre las ramas peladas de un sauce y atraviesa los vidrios sin postigos.
_ Contame vos, que hace un par de días que no venís. ¿Qué te está pasando, Rosita?
Los días lluviosos se postergan las visitas porque Rosalía prefiere preservarse de las mojaduras, pero esta vez no llovía. Por eso a ambas les gusta el otoño, porque los días son más estables. Conversan como si lo hubieran hecho toda la vida. En un barrio donde la línea entre lo privado y lo público está tan desdibujada, no se necesitan tantas referencias para reconocer a las personas.
Rosalía enviudó joven y quedó sola con sus dos hijos muy pequeños, su empleo en una casa de familia, no le alcanzaba para solventar el alquiler. Los patrones, Salvador y Eugenia, tenían una casa en La Ribera, que prácticamente no utilizaban y la pusieron a su disposición por el tiempo que la necesitara. Apenas pudo con la mantención y educación de los niños, era impensable para ella invertir en una vivienda. Con el paso del tiempo tanto sus hijos como los del matrimonio que la empleaba, hicieron sus vidas y nunca nadie le reclamó nada. Sus raíces habían calado en esa casa casi tan profundo  como la napa de la cual se extraía el agua.
_ Fui a ver a Eduardo. Él y sus hermanos me están pidiendo la casa. Salvador se está muriendo y quieren arreglar todos los papeles para la sucesión. Cuando falleció Eugenia hace diez años, él me dijo que me podía quedar con la casa. La verdad es que nunca hice papeles, eran tan buenos conmigo que no pensé que me la fueran a pedir.
Doris estalló en una carcajada burlona.
_ La gente no es tan buena como parece. Yo era chica pero me acuerdo. El mismísimo Salvador, al poco tiempo de comprarla, se hacía sus escapaditas durante la semana con los amigos, venían a buscar putas. Mi vieja pobrecita, que en paz descanse, nos tenía prohibido a la Yolly y a mí pasar por la puerta. Después el atorrante venía muy orondo el fin de semana con la mujer y los hijos a hacerse el padre de familia. ¿Te acordás de mi hermana?
_  La vi algunas veces. Cuando vinimos nosotros, ¿Yolly  no vivía más acá, no?
_ Se embarazó a los diecisiete ¡Imaginate! Antes no era como ahora que las pibas a los catorce ya le ven la cara a Dios. Mi viejo la echó a patadas. El tipo era un borracho, anduvieron un tiempo, después se quedó sola con el pibe, tuvo que salir a girar. Supimos poco de ella por algún tiempo, después se metió con un bacán que la tuvo como una reina. ¡Era linda la Yolly! Está bien, separada pero vive con el hijo y su familia. Tiene como cuatro nietos, todos grandes… creo que ya es bisabuela. Un día de estos la llamo.
No es fácil explicar la vida de los pobres. No es resignación, en el fondo creo que es sabiduría. Aprenden a la fuerza cual es su lugar en el mundo. Toman de la vida lo que ésta les da. El altar de los recuerdos, como ellas dieron en llamar a ese rincón de la cocina, las encuentra muchas veces hablando de temas recurrentes, poniéndose al día de viejas historias. El hoy las sorprende a ambas en uno de los peores momentos de sus vidas. Una perdió el trabajo, la otra está a punto de quedar sin casa. Sin embargo, tantas veces estuvieron a punto de perderlo todo que aprendieron a vivir el día. Mañana Dios proveerá.  No desesperan, confían y tratan de sobrevivir.
Doris y Rosalía se preguntan por qué no se frecuentaron antes, están descubriéndose y reconociendo en la otra la parte de la vida que no les tocó vivir. Piezas sueltas de un paisaje llamado barrio, un barrio, cualquier barrio. Pero este es diferente, surrealista. Vidas castigadas desde antes de nacer. Historias crudas, sin hipocresías, con un denominador común: los sueños rotos pero la dignidad intacta.
Empieza a anochecer y Rosita se va a darle de comer a los perros, mañana será otro día.

margaritae_rod@yahoo.com.ar

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