sábado, 27 de abril de 2013

Margarita Rodríguez _ Escombros






El crujir de la madera parecía fuegos de artificio. Primero pequeños impactos como tablas que se quiebran, luego el sonido se hizo más intenso. Me terminó de despertar una sirena lejana y un murmullo de voces en la calle, mezclado con corridas. Acababa de acostarme y me costó un poco despabilarme. Me incorporé y traté de prestar atención. No tenía dudas, algo estaba pasando y muy cerca.
Los ruidos retumbaban dentro de mi habitación, el humo comenzaba a filtrarse por las rendijas de la ventana, los gritos eran en la puerta de mi casa, un resplandor iluminaba intermitentemente la oscuridad. El ulular de la sirena acercándose eclipsaba los demás sonidos invadiéndolo todo. Corro hacia la ventana sin encender la luz y, en ese instante la autobomba se detiene, desconectando ese sonido infernal. Las luces del vehículo teñían la niebla, blanco por debajo, escarlata por arriba, fundiéndose el haz de la baliza con el resplandor anaranjado proveniente de la casa de al lado, el fuego había ganado ya la parte alta.
Mi desesperación iba en aumento, traté de tranquilizarme al pensar que mi vecino era vigilador, trabajaba de noche y que vivía solo, por lo que seguramente la casa estuviera deshabitada en ese momento. Pero, ¿Qué fue lo que inició el incendio? Salí a la calle y me sumé a las especulaciones de los curiosos. Era una noche cruda de invierno, aunque al calor de las llamas no se notaba.

_ Habrá dejado la hornalla encendida, dijo uno con preocupación.
_ Pudo ser un cortocircuito, arriesgó otro.
Todos estábamos consternados y queríamos ayudar de alguna manera.
A la primera dotación se sumó otra que prestamente se puso en acción. Dos bomberos extendían una manguera desde la parte trasera del vehículo mientras otros se ponían en posición para acceder al siniestro. Ya había una multitud en la calle pero nadie podía acercarse demasiado. Los bomberos trabajaban desde afuera mojando las paredes y el techo, cuyas chapas se desprendían de los tirantes quemados y caían hacia adentro incandescentes. Las ramas de un árbol que estaban apoyadas sobre la casa comenzaron a crepitar. Brazas encendidas eran despedidas, amenazando generalizar la situación.
 Todos coincidíamos en que a esa hora Luis, mi vecino, debía estar trabajando, aunque nadie lo había visto salir.
_ ¡Hay que avisarle! sugerí, tratando de ubicar a alguien que supiera adonde llamarlo.
Se hizo un silencio de impotencia. El de enfrente corrió a su casa a buscar el celular. Se rindió luego de varios intentos desesperados. Tratamos en vano de recordar para que empresa trabajaba,  con la finalidad de poder ubicarlo de alguna manera. Los minutos transcurrieron inexorables, en el fragor de la actividad y el desaliento. Mientras algunos bomberos se dedicaron a empapar  el árbol y el contorno de la casa, otros dos, muy jóvenes, intentaban una maniobra para ingresar. Uno de ellos efectuaba una especie de abanico con el chorro de agua que salía a presión de la manguera,  en tanto el otro trataba de derribar la puerta para acceder al interior. Una  fuerte explosión proveniente de la parte trasera, probablemente de la cocina, hizo retroceder a todo el mundo.
_¡Explotó una garrafa, retrocedan! Exhortó el que estaba a cargo del operativo.
Finalmente, utilizando el boquete que el impacto hizo en la pared y auxiliado siempre por el agua, otro joven ingresó por la cocina abriéndose paso entre los escombros.
Todos seguíamos con denodada expectativa el acontecimiento, a medida que las llamas se extinguían nos iba invadiendo la desazón. No había quedado nada en pie, sería un desgarro enorme para mi pobre vecino saber que lo había perdido todo, aunque no éramos simples espectadores, aquí estábamos para ayudarlo.
 Me quedé inmóvil viendo como el agua se escurría por las paredes calcinadas, como iban recogiendo los elementos con los cuales habían trabajado los bomberos, cómo iban descubriéndose las cabezas algunos y despojándose de sus pesados trajes mientras otros los suplían removiendo los despojos. Desde una distancia prudencial los veía trabajar, los ojos me ardían por el humo y mi piel llegó a cubrirse de tizne. Pero lo peor de todo era el olor a carne quemada.

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