Noemí y Lidia Souza Estrello, eran hijas de un portugués, más cerrado que candado oxidado. Se criaron en la ciudad de La Plata, en un ambiente tenso, como si un polvorín fuera a estallar.
Hicieron la primaria en la Escuela Nº 33 de la calle 8 y 38 y luego el secundario en el Normal Nº2. No se conformaban con los rígidos preceptos morales impuestos por el padre. Tanto fue así que las hermanas hicieron un pacto y se apoyarían durante todos los días en que vieran la luz.
Luego de que los silencios señoreaban los ambientes de la casa, las chicas levantaban la aceitada persiana de la ventana del dormitorio, que ocupaban hacia la calle y por riguroso orden una de ellas saltaba y se escabullía hacia las sombras de la noche, la otra acomodaba almohadones, simulando la presencia de una persona en la cama vacía y continuaba el sueño, hasta que escuchaba el llamado externo convenido, entonces sigilosamente abría la entrecerrada persiana, haciendo la entrada triunfal la fugitiva.
Lidia la menor, se enamoró de un joven, con el cual se casó al poco tiempo, con la idea de soltar amarras y lograr la libertad deseada, pero con tanta mala suerte, que a los cuatro años quedó viuda con dos hijitos que mantener.
La mayor Noemí sintiéndose cautiva, decidió estudiar en la Facultad, opción que le abrió puertas y caminos. Se recibió de Analista en Sistemas y comenzó a trabajar en la Dirección de Estadísticas.
Los días del almanaque cayeron vertiginosamente, los padres fallecieron y al poco tiempo Noemí sufrió un accidente automovilístico, que la dejó postrada de por vida.
Lidia volvió a la casa paterna, a cuidar de Noemí, nada hacía pensar, que un día los vecinos preocupados por horas de ausencias, llamaran a las hurañas hermanas para saber de ellas. Como no respondieron a los reclamos, denunciaron a la policía y bomberos de la situación. Estos últimos voltearon la puerta de calle, un fuerte olor a gas los recibió y un demoledor panorama. Paso a paso fue clarificando los hechos.
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