sábado, 20 de abril de 2013

Margarita Rodríguez - La figurita difícil



Ella camina las tres cuadras siempre de la misma manera, eso comenzó a llamar mi atención; mi pasatiempo favorito es predecir sus movimientos. Desde mi ventana del primer piso tengo la ubicación perfecta para abarcar todo su trayecto, desde la avenida hasta que dobla la esquina dos cuadras más adelante. En total son trescientos metros de vista panorámica, mi casa está a una cuadra y media de la avenida.
A las tres menos cinco de la tarde, invierno o verano, con sol o con lluvia, parece que sus pasos se posan siempre exactamente en el mismo lugar, como si los pies fueran atraídos por vaya a saber uno que fuerza magnética, como si su cabeza no los dirigiera. Camina por la vereda de enfrente. Desde hace algunos días reparé por distracción en esta transeúnte desconocida para mí y, a la vez,  vagamente familiar. Estaba seguro que no era ninguna vecina, de otro modo me hubiera cruzado con ella en alguna otra circunstancia. Aunque hace poco que volví al barrio para instalarme definitivamente, creo conocer a todos mis viejos vecinos. Es una mujer madura, tal vez venga de visita pero ¿Todos los días a la misma hora? A lo mejor viene a cuidar a los nietos mientras los hijos trabajan… ¿De dónde la conozco? Es elegante, usa faldas amplias hasta la pantorrilla, a veces pantalones, pero siempre de vestir. Se ve que es una mujer coqueta porque luce maquillada y bien peinada, pero sin exagerar. Siempre el mismo itinerario, desde que aparece del lado de la avenida hasta que se pierde de mi vista al doblar la esquina de Juan B, Justo.  Instalé el estudio en lo que fue la habitación de mis padres. Es cómodo, con un gran ventanal que da al frente, bien iluminado. Vuelvo al escritorio y me dispongo a seguir trabajando. Mi madre me llama desde la cocina, había preparado café; ella no puede subir las escaleras, así que bajo a buscar el mío. Desde que me separé estoy parando acá, y no es que no haya pensado en alquilar un departamento en el centro, en el caos actual que es mi vida y, hasta que me organice nuevamente, me instalé en su casa. Es amplia, tranquila, estamos solos, ella es independiente a pesar de la edad  y, como toda madre inteligente que es,  me contiene respetando mis tiempos  y decisiones. Conversamos como dos adultos que se hacen compañía.
_ Quien es esa mujer que pasa todos los días a esta hora, no la ubico del barrio.
Cuando le doy más referencias, la reconoce:
_ Es Otilia, ¿Te acordás?
Sabía que me resultaba familiar ¡Otilia, la empleada de Don Virgilio!
_  ¿Todavía sigue trabajando en la librería?
_  Todavía sigue soltera y trabajando, casi siempre la veo por la mañana, cuando salgo a hacer las compras, me saluda desde adentro cuando me ve pasar. Se acuerda el nombre de todos los chicos del barrio. A veces pregunta por vos “¿Cómo está Jorgito?” me dice y le respondo “Grande, está grande”.
Mi madre deja escapar una sonrisa y yo me pierdo en un remolino de recuerdos. Hice cálculos, la última vez que la vi yo tendría dieciocho. Mamá, adivinando mis pensamientos, los acomoda.
_  Dejame hacer memoria… Vos tenías doce cuando empezó a trabajar en la librería, era muy jovencita, tendría  diecisiete. Por ese entonces ya no querías que te acompañe a la escuela, así que te miraba desde la puerta hasta que doblabas la esquina.

La librería se encontraba  frente a la escuela y también funcionaba como quiosco, por lo que me cuenta mi madre, ahora se hicieron cargo los hijos del dueño. Recuerdo que rara vez entraba, simplemente esperaba ser atendido por la ventanilla. Lo que veía eran medios cuerpos, a veces Don Virgilio, a veces la esposa y otras a Otilia. Las compras eran rápidas, de último momento porque casi siempre llegaba tarde. Durante el verano, ni pisaba la calle de la librería, pasaba las tardes en el club que estaba en otra dirección. La escuela y su universo desaparecían de mi existencia por los tres meses que duraba el receso. Cualquier otra actividad estaba encaminada hacia el lado de la avenida. A los dieciocho, cuando terminé el secundario e ingresé a la facultad nunca más volví a caminar el barrio. Entonces, ella debía tener veintitrés.
 Mi madre pone los pocillos de café en la pileta de la cocina y se va a dormir la siesta dejándome solo con mis pensamientos. Me acuerdo repentinamente del papel secante, del olor a tiza y los cartuchos de 303. De las hojas canson,  la tinta china y los plumines. Del álbum incompleto de figuritas que, ¡Quien sabe a dónde habrá ido a parar!
Salgo corriendo, ahora que ya abrió la librería, a ver si consigo el sobre con la difícil de Bochini.

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