lunes, 29 de abril de 2013

Raquel Mizrahi, El intruso




Estaba muy cansada. Por suerte encontré un asiento y pude abrir el libro, pero permanecí despierta sólo el tiempo necesario para acomodar la cabeza. Soñé que un gato me había convertido en su esclava y desperté sobresaltada. 
Cuando bajé del colectivo, caminé las dos cuadras con la sensación de que alguien me seguía. Al llegar a la puerta miré hacia atrás, pero la vereda estaba desierta. Cerré con llave y puse la traba.
Luego de ducharme preparé la cena. Desde la cocina oí ruidos en la sala y entonces recordé que no había cerrado la ventana. Saqué un cuchillo grande del cajón y me acerqué conteniendo la respiración. Espié con un ojo a través del marco de la puerta y el libro que había dejado al  borde de la mesa estaba tirado en el suelo. 
Cuando levanté los ojos hacia el sillón, lo vi echado en un extremo restregando la cabeza entre los almohadones. Parecía un niño jugando en el rincón favorito de su casa y yo una simple espectadora que lo observaba fascinada. Sus ojos, brillando en la penumbra, se clavaron en los míos...
Guardé el cuchillo en el cajón y busqué un abrelatas. Le llevé el plato de atún  y me senté en el suelo para hacerle compañía.
Desde entonces apuro siempre el paso de regreso; sé que espera impaciente detrás de la puerta, y cuando entro, sus ojos implacables me reprochan la tardanza.  

domingo, 28 de abril de 2013

Rita Berté - Hector y Susana


“Formaban un matrimonio de clase media- alta, pero tenían sus desencuentros como cualquier hijo de vecino. En una oportunidad, estuvieron casi un mes sin dirigirse la palabra”

Héctor sintió al cerrarse la puerta de calle, un cachetazo que le dolió por mucho tiempo. No pudo soportar que Susana no le dirigiera la palabra durante un mes y fue en busca del lugar donde se sentía cobijado de pequeño, su primer cuarto en la venida a menos y deshabitada casa paterna. Las paredes tenían aún marcados los tenues trazos realizados, que solo él podía descifrar, cual jeroglífico egipcio.
Retrocedió en la línea del tiempo, volvió a ser niño. Esas marcas le infundieron contención. De golpe sintió un extraño ruido en el patio, se asomó al ventanuco de la aldaba. Se sorprendió ver el desolador paisaje que le ofrecía el jardín invadido por desordenados arbustos y el pavimento cubierto de añejas capas de polvo.
Una extraña sombra se despegó de las paredes y se proyectó en sus pupilas, ¡Pero si era don Segundo Morales, el viejo vecino!  ¿Qué andaba haciendo a esas horas en el patio de la casa?
Esa figura traspuso paredes, entró y salió de ellas por arte de magia. Héctor pensó ¿estaré  soñando? Miró nuevamente hacia el exterior, la figura se escabullía aprovechando las tinieblas nocturnas y se dio cuenta de que estaba viviendo una pesadilla. El terror lo paralizó, pensó que hacer  ¿Y si llamaba a Susana, con el celular? ¿Le atendería? y ¿Si bajaba las escaleras o cerraba la ventana? Se dio cuenta que sus extremidades inferiores  comenzaban a mojarse.
Luego sintió un fuerte golpe en la espalda, cayó tendido en el piso, se dio cuenta que un hilo de sangre corría por sus labios, se incorporó, no vio nada, oscuridad total, pensó ¿Me habré quedado dormido? ¿Durante cuánto tiempo? No lo sabía. La novedad fue que a su lado apareció sentado don Segundo Morales, lo miraba fijamente sin hablarle, acariciando su cabeza como cuando era un pibe.
Se estremeció,  sintió su cuerpo entumecido, sus pies pisaron y desparramaron papeles, encendió la linterna que siempre lo acompañaba en este tipo de aventuras: era una carpeta conteniendo artículos de diarios de 50 años atrás, contaban la historia de su vecino que se había ahorcado bajo el frondoso olmo, aún allí gallardamente erguido. Miró a su alrededor y se dio cuenta de que seguía solo en la habitación.

sábado, 27 de abril de 2013

Margarita Rodríguez _ Escombros






El crujir de la madera parecía fuegos de artificio. Primero pequeños impactos como tablas que se quiebran, luego el sonido se hizo más intenso. Me terminó de despertar una sirena lejana y un murmullo de voces en la calle, mezclado con corridas. Acababa de acostarme y me costó un poco despabilarme. Me incorporé y traté de prestar atención. No tenía dudas, algo estaba pasando y muy cerca.
Los ruidos retumbaban dentro de mi habitación, el humo comenzaba a filtrarse por las rendijas de la ventana, los gritos eran en la puerta de mi casa, un resplandor iluminaba intermitentemente la oscuridad. El ulular de la sirena acercándose eclipsaba los demás sonidos invadiéndolo todo. Corro hacia la ventana sin encender la luz y, en ese instante la autobomba se detiene, desconectando ese sonido infernal. Las luces del vehículo teñían la niebla, blanco por debajo, escarlata por arriba, fundiéndose el haz de la baliza con el resplandor anaranjado proveniente de la casa de al lado, el fuego había ganado ya la parte alta.
Mi desesperación iba en aumento, traté de tranquilizarme al pensar que mi vecino era vigilador, trabajaba de noche y que vivía solo, por lo que seguramente la casa estuviera deshabitada en ese momento. Pero, ¿Qué fue lo que inició el incendio? Salí a la calle y me sumé a las especulaciones de los curiosos. Era una noche cruda de invierno, aunque al calor de las llamas no se notaba.

_ Habrá dejado la hornalla encendida, dijo uno con preocupación.
_ Pudo ser un cortocircuito, arriesgó otro.
Todos estábamos consternados y queríamos ayudar de alguna manera.
A la primera dotación se sumó otra que prestamente se puso en acción. Dos bomberos extendían una manguera desde la parte trasera del vehículo mientras otros se ponían en posición para acceder al siniestro. Ya había una multitud en la calle pero nadie podía acercarse demasiado. Los bomberos trabajaban desde afuera mojando las paredes y el techo, cuyas chapas se desprendían de los tirantes quemados y caían hacia adentro incandescentes. Las ramas de un árbol que estaban apoyadas sobre la casa comenzaron a crepitar. Brazas encendidas eran despedidas, amenazando generalizar la situación.
 Todos coincidíamos en que a esa hora Luis, mi vecino, debía estar trabajando, aunque nadie lo había visto salir.
_ ¡Hay que avisarle! sugerí, tratando de ubicar a alguien que supiera adonde llamarlo.
Se hizo un silencio de impotencia. El de enfrente corrió a su casa a buscar el celular. Se rindió luego de varios intentos desesperados. Tratamos en vano de recordar para que empresa trabajaba,  con la finalidad de poder ubicarlo de alguna manera. Los minutos transcurrieron inexorables, en el fragor de la actividad y el desaliento. Mientras algunos bomberos se dedicaron a empapar  el árbol y el contorno de la casa, otros dos, muy jóvenes, intentaban una maniobra para ingresar. Uno de ellos efectuaba una especie de abanico con el chorro de agua que salía a presión de la manguera,  en tanto el otro trataba de derribar la puerta para acceder al interior. Una  fuerte explosión proveniente de la parte trasera, probablemente de la cocina, hizo retroceder a todo el mundo.
_¡Explotó una garrafa, retrocedan! Exhortó el que estaba a cargo del operativo.
Finalmente, utilizando el boquete que el impacto hizo en la pared y auxiliado siempre por el agua, otro joven ingresó por la cocina abriéndose paso entre los escombros.
Todos seguíamos con denodada expectativa el acontecimiento, a medida que las llamas se extinguían nos iba invadiendo la desazón. No había quedado nada en pie, sería un desgarro enorme para mi pobre vecino saber que lo había perdido todo, aunque no éramos simples espectadores, aquí estábamos para ayudarlo.
 Me quedé inmóvil viendo como el agua se escurría por las paredes calcinadas, como iban recogiendo los elementos con los cuales habían trabajado los bomberos, cómo iban descubriéndose las cabezas algunos y despojándose de sus pesados trajes mientras otros los suplían removiendo los despojos. Desde una distancia prudencial los veía trabajar, los ojos me ardían por el humo y mi piel llegó a cubrirse de tizne. Pero lo peor de todo era el olor a carne quemada.

Agustín E. Rodríguez - No por el clima



Sin referirse al clima, dijo:
--Mañana será un hermoso día.
Trescientos dos transcurrieron desde que, por primera vez, había oído hablar de él.

En la zona por la que frecuentemente transitaba, dejaba su huella y se esfumaba como el olor a combustión de su moto de alta cilindrada.
Estos trescientos dos últimos días fueron la causa de su desvelo. Varias oportunidades tuvo en que casi logró tener contacto con él, detenerlo. Pero tarde, quedaba sólo su huella.

De una jovencita obtuvo su descripción. Ahora nada ni nadie podría evitar ese encuentro.
Sucedió hoy, hace media hora.
Su fuente de información lo ubicó en la plaza detrás de la estación del ferrocarril. Un lugar que las parejas de adolescentes consideran íntimo.

Cuando llegó, justo estaba dejando su huella entre las sombras.
Se vieron, una navaja se mostraba amenazante sobre el cuello de la mujer.
Tras el alto, un disparo certero lo derrumbó.

La razón de su desvelo, su pesadilla, estaba ahí, muerta a los pies del Oficial Inspector Vinci.
Que sin referirse al clima, dijo:

--Mañana será un hermoso día.





Agustín E. Rodríguez -Sobre el diván



El psiquiatra hizo que se recostase sobre el diván, de modo tal que su torso estuviese incorporado como para leer. Con el libro entre sus manos Elizabeth se predispuso para entrar en estado hipnótico.
Será el primer lector que permita al autor indagar sobre su comportamiento. De ser positivo, los escritores estaríamos avanzando sobre lo eventual. Reduciríamos substancialmente el porcentaje de fracasos, incluso el de los editores.

Las codiciones establecidas por el doctor Freuding: que el paciente no conozca la obra ni al autor.
Elizabeth Cohen, de 55 años, es bibliotecaria. Su desinterés por colaborar en esta experiencia, se esforzó por ponerlo de manifiesto y lo agradecimos.

El doctor y yo nos comunicaremos por mensaje de texto, ella escuchará una sola voz.
A distancia prudente busco la penumbra.
El haz de luz apunta desde un ángulo a 45 grados óptimo para lectura.
Tengo frente a mí la robusta espalda del doctor que: sentado a medio metro del diván, comienza la tarea de poner en trance a la paciente. Todo fluye, el estado hipnótico según el mensaje de Freuding lo ha concretado.

Comienza a leer: no salgo de mi asombro, la voz con una leve impostación locutoril recorre cuidadosamente las palabras.
El encantador matiz para cada personaje nos cuenta el cuento perfecto.
Le advierto a Freuding que apenas acabe ella la lectura, haga que se predisponga a responder mis preguntas.

Ella cierra el libro: lentamente lo deposita sobre su falda, baja los párpados, los eleva ya en dirección al doctor.
Al estar yo a sus espaldas, la mirada de Elizabeth roza el cuello de éste abarcándome abstraída.

El doctor dice lo que quiero saber: “deme su opinión sobre lo que ha leído”
Respuesta --- “Es determinante la elección del punto de vista y la diferenciación entre las voces del autor, el narrador y los personajes. Tiene la vanidad de querer intervenir en un cuento, con algo más que el cuento en sí”
No puedo creer lo que está diciendo ¡y cómo lo está diciendo!
Su expresión llana y acelerada como si fuese el resultado de un ecuación.
Esta vez le haré la pregunta clásica: Freuding la lanzó: “ Elizabeth ¿ Qué la fascinó, lo que contó el autor o el modo en que lo hizo?
Respuesta --- “ Lo que contó. Jamás haga nada que distraiga el efecto final”


La decepción que me embarga es por haber comprobado lo negativo de este proyecto.
Esta última respuesta es literalmente extraída de “ LA TEORÍA DEL CUENTO” que seguramente ella ha leído.
Lo inútil de seguir indagando radica en que absolutamente toda respuesta, va a tener un orígen en lo leído a lo largo de su vida intelectual.

El diagnóstico dado por Freuding a ella no la afectó, pues no puede arrepentirse de los conocimientos adquiridos. Y no es su culpa que el estado hipnótico quite espontaneidad.

YO --- Gracias Elizabeth: espero algún día hacer algo por usted.
ELLA --- ¿ Hoy por ejemplo... puede?
YO --- Estoy en deuda, diga...
ELLA --- Que usted como autor, sea el paciente y yo, la lectora que lo interrogue.

Astuta Elizabeth Cohen: con las respuestas en estado hipnótico rescató mis conocimientos, aún aquellos que no sabía que los sabía.
Editó su libro “El autor sobre el diván.”

Leyéndolo, me asombro de lo que es capaz un escritor cuando está imposibilitado de pensar.





Agustín E. Rodríguez -Y se fue ...



Sí, se fue. El cuatro a cero a los treinta y cinco minutos del segundo tiempo era un tanteador imposible de remontar.
Una pequeñísima luz asomó por la ventana del anhelo.
¡Penal!
Él ya había descendido hasta la primera bandeja estaba en el baño. Con la mini radio en el bolsillo y la fontopia en el oído izquierdo seguía las contingencias. Así supo que lo patearía Salgueiro. No había bajado la cremallera de entre sus piernas, la espectativa lo dominaba mientras el esfinter reclamaba urgentemente por incontinencia.
¡Goool... ! La ovación, el vibrar del cemento sepultó la voz del relator. Cuado gritó relajó el esfinter. A pesar de la destreza para desenfundar no pudo evitar sentirse incipientemente orinado. Algo tuvo que ver el cable del auricular en medio de la acción.
El cuatro a uno faltando diez minutos más el descuento, mantuvo el pesimismo que lo empujó hacia la calle. Los gritos alentadores de la parcialidad visitante con ¡Olee... ! Aumentaba su resignación, además... ése frío entre las piernas.
Rumbo hacia la parada del ómnibus cruzando la avenida: en el medio de ella, estalla en los oídos la voz estentórea del relator ¡Goool! Al tiempo que un coro de voces no provenientes desde el estadio, le hacían de fondo al chirriar de los frenos del camión a sólo cincuenta centímetros de su humanidad. Entre puteadas del chofer corrió hasta la vereda.
Cuatro a dos. Esta ves fue Maldonado quien no perdonó a una defensa confiada y sobradora. Se hacía posible el milagro pero el pesimismo no se rendía.
El comentarista desde su asombro, alentaba la reacción de un equipo casi sentenciado.
En la Parada del 98: esperaba y desesperaba. A siete minutos de desenlace, el relator advierte que el gato Pereyra tomó la pelota con peligro de gol: que nadie lo sale a marcar: dice que el arquero está adelantado y el Gato se dió cuenta: que sacó una bolea impresionante... la pelota vuela... el guardavalla la ve pasar, que va directa hacia el arco ¡ Ta... ta... ta... gooool! Y cuatro a tres.

Él subió al Colectivo como queriendo huir. Calculó que estarían en tiempo de descuento. Apagó la radio. El chofer hacía que se escuche la cumbia hasta en Colombia.
Al bajar se miró la zona de la bragueta aún húmeda. No necesitaba encender la radio, algo más que una expresión de deseo le latía en las sienes. Supo que la actitud cobarde de no hacer “el aguante” lo descalificaba como hincha.
Que si su equipo hubiese salido perdidoso o sacara un punto, eso no era lo relevante.
Hoy: ¡ él no aguantó y se fue!

No le sorprendió, es más, no le importó que al llegar a su casa, le preguntaran el por qué del regreso tempranero.
Soportó con vergüenza el resultado final.
En la página deportiva del lunes, durante el reportaje al chino García, autor del empate milagroso, sintió que irónicamente se lo había dedicado a él.

Al domingo siguiente perdieron seis a uno.
Se incorporó. Al irse, la tribuna quedó vacía.


Agustín E. Rodriguez -No todo es como parece

La puerta vidriada en la que con letras doradas señala: Producciones Fénix, cedió y se cerró detrás de ella a la hora que fue citada.
Romeo Levi, arrellanado en el sillón de terciopelo verde de espaldas a la puerta, hacía imposible que desde allí se captara algo de su cuerpo. Sólo cuando él lo hizo girar sobre su eje, Laura Forwel tuvo ante sí a un ser minúsculo, ni sus pies llegaban hasta el suelo. Ella contuvo como pudo los músculos faciales que intentaban evidenciar una sonrisa.
Debió aguardar a que el hombrecito poderoso hojease el texto. Al fin dejó el habano para tomar la fibra roja de trazo grosero y, ante la mirada atónita de Laura, las formas geométricas de círculos y rectas atacaron palabras, frases y diálogos.
  • Mejore esto: dijo.
Se apagan las luces.
Apenas llegó a su Estudio, se entregó a la lectura y relectura de lo resaltado. Trató de concentrarse, de conectarse con esa idea. Así “escuchó” todas las voces de los personajes.
Laura Forwel delante de su computadora se halla absorta. Quizás el cansancio solapadamente ya esté elaborando su fusión con el sueño pues de vez en cuando el cabeceo la sobresalta.
Alguien tose.
Cada espacio se transforma, encierra a los personajes y los enfrenta a una realidad nueva.
Desde el Monitor hay quien se suma a la tarea. A ella en principio le pareció un extraño virus. Posteriormente tuvo que rendirse ante la evidencia inmediata de su error cuando, al tipear determinada situación, la pantalla le devolvió otras opciones.
Risas… carcajadas.
Los personajes mutan de intérpretes, ha incorporado un actor liliputiense cuyo guión es desopilante. La Comedia está yendo al ritmo del particular sonido de los caracteres al hundirse en el teclado.
Un gran ramo de rosas entre sus manos.
Los actores transitan por el Libreto “como peces en el agua”. Hasta el final.
Ovación… cae el telón.
La luz sobre la cabeza de Laura se torna invisible. La claridad prepotente del amanecer no encuentra resistencia por el ventanal que mira hacia el Este. Apenas un cortinado traslúcido herido se agita con la brisa.
El telón vuelve a abrirse… aplausos y más aplausos.
Nos la está mostrando de espaldas a la puerta. En la cómoda silla tapizada de color verde y la computadora en reposo, como ella.
EL DIRECTOR Y PRODUCTOR DA UN PASO AL FRENTE, UN CORTO PASO DE ENANO… SONRÍE EL GENIAL HACKER.


Agustín E. Rodríguez -Los pecadores y yo




Él, estará sentado escuchando. Los bendecirá.
Ustedes se santificarán aliviados.
Las cuentas del rosario ahora, serán recorridas por sus dedos tantas, tantas veces, que sangrarán pretendiendo hallar en un Braille místico la respuesta.
No sabrán quién les impide acabar con sus rezos, zafar del contacto con las cuentas de ese rosario ya ensangrentado.
En el sendero hacia lo irreal, nada será normal ni razonable.
Lo acontecido quedará del lado de los cuerdos, desde allí, los que no soporten mi voz, buscarán el perdón en el confesionario donde él, estará sentado escuchándo. Los bendecirá.

Ustedes se … .


viernes, 26 de abril de 2013

Agustín E. Rodriguez -Víspera de una cita a ciegas



Desde este lugar la veré llegar.
Están restando cuatro minutos.
Observo al cable aéreo grueso negro dividiendo horizontalmente al sol anaranjado.
Tres minutos: El crepúsculo extiende las sombras hasta más no poder.
Dos minutos: Ahora el sol pende del cable.
Un minuto: Busco con la mirada ansiosamente.
Diez segundos: Mi nombre es mencionado casi en voz alta. Con un sí de aprobación giro.
Ella da tres pasos al frente ubicándose ante mí.
Estamos entrando al bar, las mesas con sus sillas dispuestas anárquicamente, hacen que ella deba desplegar un delgado bastón blanco.



Agustín E. Rodríguez -Siempre igual



¿Los ve a esos tres sentados a la mesa del bar? ¡Esos, allí en el rincón!
No importa, sígame, haga de cuenta como que está, pero no está ¿me entiende? y usted me dirá si son o no ingratos conmigo. Ni los sorprendo ni les importa mi llegada, fíjese. Lo único que les considero es esto, que siempre haya una silla vacía. Ellos dicen que son mis amigos pero me tratan como si fuese el cuarto. Como aquellos que en la partida de truco, lo tienen para sostener las cartas.
Si les pregunta a ellos sobre mí, los tres se pondrán de acuerdo, le dirán que soy un fabulador. Hágame caso, no los escuche. Es inútil tratar de convencerlos. Mas le digo, mis expresiones, son como pensamientos en voz alta, que con el murmullo y ruidos de cucharitas contra la cara interna de los pocillos, bastan para silenciarme, yo chito.
Con el que está sentado a mi derecha, fuimos compañeros en la escuela primaria. ¡Venía llorando hasta mi casa para que le resolviera los problemas de tres pasos! Está agrandado por lo del ascenso en la contaduría del banco de aquí a la vuelta. ¡Créame! éste, va a ir preso por marcar gente para que la roben.
El que está sentado frente a mí, sí ése, se dice su gran amigo y es el pata de lana que visita a su esposa. Yo chito.
Este otro, no labura, es un mantenido por la madre. El eterno adolescente. Es el que a veces me da un poco de bola. Me cree cuando le digo la hora.
¡Ah... eso sí! cuando llega el momento de pagar, todos se hacen humo.
¡Psss... ! ¡Mozo!.. ¿Cuánto es todo?
--¿Un café...? Quince pesos señor.

Agustín E Rodríguez -Devaluado

Se echó y quedó dormido, así siguió. Trató de incorporarse no sin esfuerzo. La resaca matinal, no recordó haberlo afectado tanto, salvo aquella vez en que al alcohol lo hubo combinado con droga. Durante el brindis de la noche anterior aquello no lo tuvieron acordado con Rita. Se preguntó porqué ella no estaba. Trató de llegar hasta el baño. Suspiró, fue cuando se inclinó que abrió en demasía sus piernas, atinó al manotazo, encontró de donde asirse. Se quitó los bigotes, se puso como antes, sin la barba. Volvió a mirarse. El espejo empañado disimuló el efecto aún obnubilado en sus ojos. Se sirvió de unas pantuflas estrechas que calzó con dificultad y volvió al dormitorio. Se puso un cigarrillo entre los labios. Cuando se sentó apoyó sobre las rodillas sus manos, se las miró y sonrió. Pensó:
nunca más sentirán el acero carcelario” . Sonó dos veces el clic del Monopol cromado accionado por el dedo pulgar derecho, aspiró profundamente, su pecho se elevó en tanto el humo contenido buscó urgente la salida nasal, quitó el cigarrillo con la mano izquierda, con la otra, registró el cajón de la mesita de luz próxima a él. Se puso de pie e hizo lo mismo con los de la cómoda. No halló su Magnum, se puso nervioso, luego resignado, trató de reflexionar,se puso en el lugar de ella. Allí se dio cuenta que la sociedad con Rita, fue tan falsa como sus promesas. Las de gozar ambos de los millones apropiados.

Él se quedó con el mérito por la gran estafa y en el Penal: con el reconocimiento de sus compañeros de celda.

Agustín E. Rodríguez -Cosas de mujeres

Por tantas guerras perdidas, el pueblo se había quedado sin hombres.
El género masculino se lo veía en los pocos niños sobrevivientes.
Para encarar el nuevo camino hacia la libertad, deberían sumar una cantidad de guerreros que les permitieran ganar la gran guerra, la última… la única.
Inútil fue intentar captar adictos a la Causa y los mercenarios no eran de fiar.

Al carecer de recursos, el misticismo fue ganando espacio. Consejeros, brujos y sanadores.
La más escuchada por lo centenaria y memoriosa fue Mamá Ohjú. Decía tener la fórmula, poder heredado de sufrientes antepasados.
Su arenga triunfalista pronto se devaluó al conocerse el alto costo para el éxito: la muerte.
Este hecho dio relieve al temple de esas mujeres que, obedientes, aceptaron el desafío.

Mamá Ohjú y Nona Lag, su madre – se le estimaba una segunda vida- partieron con rumbo decidido sólo por las dos ancianas, detrás: la legión de mujeres con edad para fecundar. Cientos de ellas.

Detuvieron sus carretas en formación circular cerca del bosque indicado. Allí, cada una adornó su espacio con el símbolo del “Hacedor de las Nueve Lunas”. El Rito nocturno sirvió para que el hechizo se encarnase en ellas.
Bajo ese influjo bajaron hasta la ciudad de Zawi. Dispersas, se dedicaron a la conquista de hombres jóvenes y fuertes.

A la mañana siguiente, Mamá Ohjú y Nona Lag eficientemente hacían su labor.
Abriendo el cuerpo sin vida de cada heroína y rescatando a su hijo.
Desde la vagina los hombres habían sido succionados por el útero hacia el vientre. Meta final de sus involutivos Seres.

Debieron aguardar dieciocho años.
Bien alimentados y adiestrados hasta el momento de la Gran Batalla. El ejército de Las Nueve Lunas, logró al fin su independencia.

A este relato, oído por varias generaciones, es posible que se le halle lo que es común en toda leyenda. Exageración.

En la ciudad de Zawi por ejemplo: es leyenda el hecho encriptado, nunca resuelto, de la desaparición abrupta de cientos de hombres.



Agustín E. Rodríguez -Detalle

Dicen que está maltratada. La cuestión será saber si lo que le sucedió ha sido: por débil o por muy delicada.
Sobre ella asomó un pequeño tajo cuando la espina se introdujo en el tejido, tuvo algunas puntadas. Aquella vez, la destreza de las manos en que quedó la salvó del desastre estético.
Ella era de la noche, con esos “toques” dorados se distinguía. No resultaba extraño que fuera observada.
Un día, su dueña dispuso que el aseo incluyera vapor y algún producto que a la luz del resultado, ha desencadenado éste conflicto.
Ella dice: que fue mal tratada, ellos: que el tiempo la había puesto débil. No faltó quien argumentara un origen delicado. El caso es que los de la tintorería no quieren asumir la culpa.


Agustín E. Rodriguez - Su nombre es Darío.

Su nombre: es Darío. Si les relatara lo que yo conocía de su persona hasta ayer, tendrían ustedes solamente la visualización de un anciano muy delgado, de aproximadamente un metro setenta. Con cabeza pequeña en relación al resto del cuerpo. Una poblada cabellera blanca, sín arrugas profundas en la cara. El aspecto vivaz en los ojos celestes y sonrisa amable les mentirían a quienes querrían estimar su edad.

Hasta ayer, sabía lo que saben los vecinos aquí en la cortada. Éste pasaje de apenas cien metros.
Hace poco tiempo que habita en la casa del pequeño jardín. Allí: pasa gran parte de día sentado en el sillón. Tan a mano del bastón como de un libro - ambos lo sostienen -.

Despierta mi sonrisa al pasar y verlo en la habitual postura relajada, con las rodillas separadas como si desplegace un bandoneón ausente.

Hasta ayer, les hubiere relatado esto y quizás algo más, pero no lo suficiente. ¿Por qué?

Porque hoy, Don Darío ha recibido la visita del Intendente, del Ministro de Educación de la Pvcia. y Medios locales. Estos querrán saber todo de su vida como educador.
El profesor Darío Botta está cumpliendo cien años.
El Pasaje llevará su nombre.
Serán cien metros por una historia sí cortada.


Agustín E. Rodríguez - Memoria







Ella dice que si habita en mí sueños, será en los deseados y en los incumplidos. Esos que vienen sin haberse ido.
De un modo u otro, cada vez que cierro los ojos- no necesariamente para dormir- apunto las pupilas hacia arriba por donde intuyo han de llegar. Porque en la vida y en los cuentos, los sueños tienen la necesidad humana de sentirse recordados.

martes, 23 de abril de 2013

Rita Berté - Dio mucho que hablar y tardará en olvidarse

                                  

Corría febrero del mil novecientos setenta y ocho. La fuerte onda explosiva semejaba  la sumatoria de fuegos artificiales encadenados saltando por los aires.  Éramos testigos de  un atentado  terrorista, la casa de los Franceschini estaba siendo ametrallada. Todos los vecinos pendientes de los sucesos, tirados en el piso de sus respectivas casas, temerosos de que alguna esquirla los hiriera.
A  partir de allí se convirtió en el tema recurrente en los negocios del barrio, en las paradas de colectivos, en la puerta de la escuela, pero en voz muy baja casi confidencialmente susurrada y difícil de asimilar.
 Nadie supo que pasó con los integrantes de esa familia, hasta los  pequeños fueron borrados de un plumazo. Alguien se quedó sin su mejor amiga, otros con el buen jugador de futbol del equipo del barrio, quizás extrañando a la abuela que tejía para afuera o al abuelo compinche de las partidas de truco que hasta había aprendido a tomar mate, a pesar de su origen italiano.
El cometario común y reiterado de aquella época: ¡era una familia tan buena! pero ¡algo habrán hecho!                                                             
 La casa quedó virtualmente destrozada, sus puertas y ventanales desaparecieron, esa tapera quedó como mudo testigo durante una década, hasta que un buen día aparecieron albañiles reconstruyéndola. Comenzó a correr la bolilla que quizás los Franceschini retornarían al barrio,  falsa alarma, se mudaron desconocidos, cesando así las falsas especulaciones.
Hasta que alguien leyó en un diario que el equipo de Antropología Forense había reconocido los restos de los cuatro adultos integrantes de la familia Franceschini, enterrados  en una fosa común del Cementerio de Avellaneda.
De los niños ninguna noticia, alguien  especuló que quizás los enviaron  al país natal de sus ancestros, pero un reguero de dudas, se sembró de improviso, seguramente fueron dados en adopción y perdieron su real identidad.
Ese caso dio mucho que hablar y seguramente, tardará en olvidarse, es un capítulo más de lo que nos sucedió y forma parte de nuestro historial colectivo.            

                                                                                                                                       

Rita Berté - Ana no duerme

                                                                            
                                  Ana no duerme... piensa demasiado y no deja ningún resquicio posible, se desliza envuelta en intrigas familiares, no tiene tiempo siquiera para que su mente repose.
                                 El sueño del guerrero no le llega, mira, observa, medita y actúa. Desde muy joven, se exacerba en ella esa actitud obsesiva, enfermiza de ansias de superación, de elevarse cual pandorga en el cielo y desde allí manejar los hilos invisibles de su actuación diaria, adentrándose por los intrincados laberintos y vericuetos de las vivencias. 
                               Un buen día decide alejarse e irse a vivir en la soledad paisajística  del árido Oeste, donde ni siquiera la ausencia de humedad, modifica su elasticidad mental.
                             Alquila una propiedad alejada del bullicio diario, dónde encerrada y adormecida, abraza a su conciencia, se desatan en ella emociones tan profundas, como el simple acto de extraer agua del brocal de la casa.
                             Ana no duerme lo que debe... sigue pensativa no decide cambiar y  a pesar de ello se golpea el pecho en acto de contrición, por más que se quede junto a su soledad, tarde o temprano va a ser visualizada y llegará la hora de la justicia. Tendrá que pagar el costo de haber decidido poner fin a la vida de su amada amiga...
                              

Rita Berté - Mis vecinas


Noemí y Lidia Souza Estrello, eran hijas de un portugués, más cerrado que candado oxidado.  Se criaron en la ciudad de La Plata, en un ambiente tenso, como si un polvorín fuera a estallar.
 Hicieron la primaria en la Escuela Nº 33 de la calle 8 y 38 y luego el secundario en el Normal Nº2. No se conformaban con los rígidos preceptos morales impuestos por el padre. Tanto fue así que las hermanas hicieron un pacto y  se apoyarían durante todos los días en que vieran la luz.
Luego de que los silencios señoreaban los ambientes de la casa, las chicas levantaban la aceitada persiana de la ventana del dormitorio, que ocupaban hacia la calle y por riguroso orden una de ellas saltaba y se escabullía hacia las sombras de la noche, la otra acomodaba almohadones, simulando la presencia de una persona en la cama vacía y continuaba el sueño, hasta que escuchaba el llamado externo convenido, entonces sigilosamente abría la entrecerrada persiana, haciendo la entrada triunfal la fugitiva.
 Lidia la menor, se enamoró de un joven, con el cual se casó al poco tiempo, con la idea de soltar amarras y lograr la libertad deseada, pero con tanta mala suerte, que a los cuatro años quedó viuda con dos hijitos que mantener.  
La mayor Noemí sintiéndose cautiva, decidió estudiar en la Facultad, opción que le abrió puertas y caminos. Se recibió de Analista en Sistemas y comenzó a trabajar en la Dirección de Estadísticas.
Los días del almanaque cayeron vertiginosamente, los padres fallecieron y al poco tiempo Noemí sufrió un accidente automovilístico, que la dejó postrada de por vida.
Lidia  volvió a la casa paterna, a cuidar de Noemí,  nada hacía pensar, que un día los vecinos preocupados por horas de ausencias, llamaran a las hurañas hermanas para saber de ellas. Como no respondieron a los reclamos, denunciaron a la policía y bomberos de la situación. Estos últimos voltearon la puerta de calle, un fuerte olor a gas los recibió y un demoledor panorama. Paso a paso  fue clarificando los hechos. 

lunes, 22 de abril de 2013

Raquel Mizrahi - Madera noble



El frío se hace sentir, estoy helada. Por los resquicios de la ventana chifla el viento a su antojo y ni siquiera prendieron la estufa. Prefiero mil veces el verano, aunque con la humedad me hinche toda y cruja por dentro.
Oigo movimiento en la cocina desde hace rato ¡Que bochinche debo soportar cuando ella prepara la comida! Sin ir más lejos, recién se le cayó una olla al piso, y no sé si me asustó más el ruido que hizo el cacharro o el grito que pegó; quedé temblando.
Me siento desnuda, pero ya falta poco para que me recubra aunque sea con ese viejo mantel de entrecasa, me deja todas las patas al aire pero algo es algo. Para el otro tengo que esperar hasta el domingo.
Encima hoy van a estar ellos dos solos. Espero que no empiecen como ayer, si todavía me duele el manotazo de él, me agarró desprevenida. Se ve que se estaba aguantando y al final la ligué yo. Por suerte fue un golpe sin consecuencias y enseguida me pasó la mano en el lugar para ver si estaba bien; se enoja pero tiene corazón.
Ella igual, ojo, que lo recriminó por lo que me había hecho y se preocupó más por mí que por todo lo que él  dijo.
En fin, cosas que una tiene que aguantar. Peor sería estar a la intemperie…


sábado, 20 de abril de 2013

Margarita Rodríguez - La figurita difícil



Ella camina las tres cuadras siempre de la misma manera, eso comenzó a llamar mi atención; mi pasatiempo favorito es predecir sus movimientos. Desde mi ventana del primer piso tengo la ubicación perfecta para abarcar todo su trayecto, desde la avenida hasta que dobla la esquina dos cuadras más adelante. En total son trescientos metros de vista panorámica, mi casa está a una cuadra y media de la avenida.
A las tres menos cinco de la tarde, invierno o verano, con sol o con lluvia, parece que sus pasos se posan siempre exactamente en el mismo lugar, como si los pies fueran atraídos por vaya a saber uno que fuerza magnética, como si su cabeza no los dirigiera. Camina por la vereda de enfrente. Desde hace algunos días reparé por distracción en esta transeúnte desconocida para mí y, a la vez,  vagamente familiar. Estaba seguro que no era ninguna vecina, de otro modo me hubiera cruzado con ella en alguna otra circunstancia. Aunque hace poco que volví al barrio para instalarme definitivamente, creo conocer a todos mis viejos vecinos. Es una mujer madura, tal vez venga de visita pero ¿Todos los días a la misma hora? A lo mejor viene a cuidar a los nietos mientras los hijos trabajan… ¿De dónde la conozco? Es elegante, usa faldas amplias hasta la pantorrilla, a veces pantalones, pero siempre de vestir. Se ve que es una mujer coqueta porque luce maquillada y bien peinada, pero sin exagerar. Siempre el mismo itinerario, desde que aparece del lado de la avenida hasta que se pierde de mi vista al doblar la esquina de Juan B, Justo.  Instalé el estudio en lo que fue la habitación de mis padres. Es cómodo, con un gran ventanal que da al frente, bien iluminado. Vuelvo al escritorio y me dispongo a seguir trabajando. Mi madre me llama desde la cocina, había preparado café; ella no puede subir las escaleras, así que bajo a buscar el mío. Desde que me separé estoy parando acá, y no es que no haya pensado en alquilar un departamento en el centro, en el caos actual que es mi vida y, hasta que me organice nuevamente, me instalé en su casa. Es amplia, tranquila, estamos solos, ella es independiente a pesar de la edad  y, como toda madre inteligente que es,  me contiene respetando mis tiempos  y decisiones. Conversamos como dos adultos que se hacen compañía.
_ Quien es esa mujer que pasa todos los días a esta hora, no la ubico del barrio.
Cuando le doy más referencias, la reconoce:
_ Es Otilia, ¿Te acordás?
Sabía que me resultaba familiar ¡Otilia, la empleada de Don Virgilio!
_  ¿Todavía sigue trabajando en la librería?
_  Todavía sigue soltera y trabajando, casi siempre la veo por la mañana, cuando salgo a hacer las compras, me saluda desde adentro cuando me ve pasar. Se acuerda el nombre de todos los chicos del barrio. A veces pregunta por vos “¿Cómo está Jorgito?” me dice y le respondo “Grande, está grande”.
Mi madre deja escapar una sonrisa y yo me pierdo en un remolino de recuerdos. Hice cálculos, la última vez que la vi yo tendría dieciocho. Mamá, adivinando mis pensamientos, los acomoda.
_  Dejame hacer memoria… Vos tenías doce cuando empezó a trabajar en la librería, era muy jovencita, tendría  diecisiete. Por ese entonces ya no querías que te acompañe a la escuela, así que te miraba desde la puerta hasta que doblabas la esquina.

La librería se encontraba  frente a la escuela y también funcionaba como quiosco, por lo que me cuenta mi madre, ahora se hicieron cargo los hijos del dueño. Recuerdo que rara vez entraba, simplemente esperaba ser atendido por la ventanilla. Lo que veía eran medios cuerpos, a veces Don Virgilio, a veces la esposa y otras a Otilia. Las compras eran rápidas, de último momento porque casi siempre llegaba tarde. Durante el verano, ni pisaba la calle de la librería, pasaba las tardes en el club que estaba en otra dirección. La escuela y su universo desaparecían de mi existencia por los tres meses que duraba el receso. Cualquier otra actividad estaba encaminada hacia el lado de la avenida. A los dieciocho, cuando terminé el secundario e ingresé a la facultad nunca más volví a caminar el barrio. Entonces, ella debía tener veintitrés.
 Mi madre pone los pocillos de café en la pileta de la cocina y se va a dormir la siesta dejándome solo con mis pensamientos. Me acuerdo repentinamente del papel secante, del olor a tiza y los cartuchos de 303. De las hojas canson,  la tinta china y los plumines. Del álbum incompleto de figuritas que, ¡Quien sabe a dónde habrá ido a parar!
Salgo corriendo, ahora que ya abrió la librería, a ver si consigo el sobre con la difícil de Bochini.

lunes, 15 de abril de 2013

Raquel Mizrahi - Un día más






                                    Se puso el impermeable
                                                                                Porque llovía
                                                                                Y se marchó bajo la lluvia
                                                                                 Sin decir palabra

                                                                        Desayuno / Jacques Prévert


Llueve y hace frío. Tengo ganas de seguir durmiendo y olvidarme del mundo, pero los ruidos al otro lado de la puerta me lo impiden. O quizás me anticipo imaginándolos y todavía no empezaron, porque se que está allí cumpliendo su ritual cotidiano.

Me sumerjo en la cama hasta el fondo, debajo de las cobijas; pero me llega como un eco el sonido del metal que con violencia golpea las paredes de la taza formando remolinos de espuma, y la gota que salpica la mesa se multiplica y retumba en mi cabeza como la vertiente de una  catarata. Siento el pasaje apresurado del café con leche por su garganta y el chasquido del encendedor, y el humo del cigarrillo que  sus labios expulsan sin pausa y la ceniza cayendo sobre el plato y la silla que separa de la mesa al levantarse y el roce del impermeable contra su cuerpo y el portazo que precede a sus pasos en la escalera y mis lágrimas sobre la sábana.

domingo, 14 de abril de 2013

Margarita Rodríguez - La Plaza




Bajo un centenario nogal, dos hippies casi tan añosos como el árbol, con sendas panzas cerveceras, trenzan pulseritas de colores. Al lado, una pila desprolija de musculosas y remeras estampadas con imágenes de artistas otrora famosos. Conjuntos y solistas que cada tanto desempolvan sus apolillados instrumentos y, en un emocionado “revival” se encuentran después de no haberse visto las caras por más de cuarenta años. Pero siempre hay un público que los sigue y no se conforma con evocarlos a través de un aparato generoso que, los remonta a sus épocas de oro.
El secreto de esa época radicaba en que cada acorde era nuevo y revelador, sorprendiendo a los sentidos al tocar las fibras más íntimas de nuestra esencia. La revelación era parte esencial del crecimiento. ¡Todo era tan natural! Pasado el tiempo, al querer revivir con nostalgia (siempre se tienen veinte años en un rincón del corazón) se nota, no sin cierta desilusión, que nos empecinamos en ignorar que lo que en su momento fue miel para los oídos, ahora suena con voz metálica, chirriona y más aguda de lo que la recordábamos. Tal es el entusiasmo por volver el tiempo atrás que creemos reconocer en esas cintas en blanco y negro (generalmente bajadas de You tube) pantalones Oxford a mil rayas naranjas, amarillas y verdes, camisas de solapa ancha bordadas color te y distintos tonos de violetas fundiéndose en espirales psicodélicos.
Ya no es el encanto de la verdad revelada en bandas sonoras, sino la ilusión de querer revivir en la nostalgia sensaciones únicas e irrepetibles. Pero, como Heráclito supo discernir “Nadie puede bañarse dos veces en el mismo río”. No contentos con eso, esperamos verlos otra vez “en  concierto”, como si esas caras apergaminadas, manos callosas, melenas pajizas y voces cascadas, que hace décadas olvidaron su repertorio en el desván, nos pudieran transportar a la fuente de la eterna juventud.
Volviendo a la plaza y haciendo un paneo con la mirada, se pueden descubrir otras escenas tan curiosas como la anterior. Una hermana latinoamericana con su guagüita convenientemente dormida a toda hora del día, ofrece un escaparate donde los corpiños alternan con cabezas de ajo y bolsitas de orégano. Demostrándonos con su sabiduría ancestral que el erotismo y la gastronomía son dos armas poderosas a la hora de la seducción, siendo una dupla indisoluble e indispensable.
Como en la plaza cada quien atiende su juego, a los inspectores de tránsito les importa un rábano cuando un grupo de motoqueros se instalan a exhibir sus tuneadas y cromadas máquinas arruinando el césped, tomando cerveza a codo alzado, mientras enseñan   desnudos y tatuados bíceps y demás músculos del brazo. Los agentes del orden están, cual aves rapaces al acecho y Walkie Tallckie en mano, prestos a acarrear vehículos mal estacionados, por más que el infractor cruce corriendo del kiosco de enfrente haciendo señas como el penado catorce y diciendo “ya me voy, ya me voy”. A esta altura lo único que le queda es treparse de un salto  mientras la grúa pone el  vehículo en dos ruedas y gritar “¡Esto es un secuestro!”.
Mamás y papás con niñitos de jardín, a juzgar por sus pintorcitos a cuadrillé, abriéndose paso entre un grupo de adolescentes con mochilas que disimuladamente comparten un porro.
Señoras pitucas tomadas “de bracete”, a quienes el humo de la marihuana se les cuela por el batido, ajenas a todo lo que las rodea, convencidas de que están viviendo tiempo de descuento. Ellas, al contrario que los rockeros, no necesitan revivir el pasado en el que, por supuesto, todo era mejor, ya que lo tienen petrificado en sus peinados con spray  y sus blusas de yabot tiesos por el almidón.
Por suerte en la plaza también hay parejas de enamorados, sentadas a horcajadas en los bancos, tomados de las manos y comiéndose con las miradas. Entre susurros y mohines se besan, se acarician, se vuelven a besar. Besos en presente, besos de aquí y ahora. Besos de no me importa quién sos ni a dónde vas, en todo caso te acompaño y vamos juntos.
Mientras existan estos besos de enamorados solo por hoy, en la plaza y en la vida siempre habrá un mañana.

sábado, 6 de abril de 2013

Raquel Mizrahi - Tiempo quieto



El tiempo no se mueve. Parece que las agujas del reloj se hubieran detenido. Quisiera levantarme para ver si dejó de funcionar, pero debo calmar esta ansiedad  y seguir esperando, con  tantos cables y tubos que  me recorren el cuerpo…

-¡Buendía mamá!
 ¡Buendía!
-¿Sabés quién soy? ¡Mirta, tu hija!, ¿me reconocés?
  Sí, si...No tenés que gritar tanto. Siempre la misma, ni acá se corrige. Me va a dejar sorda, lo único que falta para completar el cartón.

-Carlos, vas a pensar que estoy loca, ya sé, pero recién  le vi  una luz en el fondo de los ojos, como si comprendiera.
-Dejala tranquila, los médicos ya te dijeron…
-Ellos sabrán mucho, pero yo la conozco más, te juro que me retaba con la mirada. Esperame otro poco, necesito volver a entrar.
-¡Mirta!

Uf, ahí vuelve ¿Será posible?…Si ya intenté  todo, no sé para qué insiste. Pero siempre fue tozuda, como el padre, que en paz descanse.
-Mamá, mirame, quiero contarte una cosa: ¿Te acordás de la vez que desapareció la cadena de plata y moviste cielo y tierra para encontrarla? Bueno, te la robé yo y la escondí en el fondo de mi cajita de música, debajo de la tela. No querías prestármela por temor a que la perdiera, como pasó con el reloj, así que  la usaba a escondidas. Perdoname, tenías razón.
Pobrecita, tan inocente. Vaya a saber dónde la metí para que no me la volviera a sacar. Pero seguro la va a encontrar cuando revuelva entre mis cosas. 

-¿Y, qué viste ahora? ¿Te volvió a retar?
- No, Carlos, ahora sus ojos me sonrieron.


viernes, 5 de abril de 2013

Margarita Rodríguez - Otoñal


En la cocina de la casilla, junto a la ventana que da al patio de tierra, Doris y Rosalía se encuentran cada tarde a desgranar épocas  pasadas. Sobre una rústica mesa de madera, un viejo mantel de hule verde con resabios de flores amarillas, desteñidas por el roce. Mantel que alguna vez fue nuevo, cubriendo con su fulgor las miserias cotidianas, depositario de lágrimas, puñetazos y borratinas; testigo mudo de todos los secretos y discusiones de la familia. Doris dispone las cosas para el mate  de la tarde, la ceremonia de todos los días, cuando el tiempo y la artrosis de Rosalía lo permiten.
Nunca antes se habían frecuentado, no habían sido amigas, ni siquiera buenas vecinas. Las vidas de cada, una a pesar de estar en la misma manzana por más de cuatro décadas, habían transcurrido por carriles muy distintos. Se conocían de vista, un buenos días en el almacén o en la parada de colectivos, porque antes la gente se saludaba, y nada más. Una tarde se encontraron en la esquina e, imprevistamente se detuvieron a expresar su indignación, ya nadie quedaba exento del flagelo. Uno de los tantos episodios de inseguridad que asolaban al barrio desde que las cosas cambiaron, ocurrió durante la noche en esa misma cuadra. Asaltaron a don Paco mientras dormía y se llevaron los pocos bártulos que encontraron en la casa del pobre viejo. El raterismo es habitual y todos se cuidan de no dejar nada al alcance de la tentación de los paqueros, como los vecinos mismos dieron en llamar a los jóvenes que deambulan y pernoctan en las calles prestos a obtener algún beneficio con que alimentar la adicción. Ambas viven solas, tal vez se reconocieron en esa jauría humana, como uno de los pocos personajes que quedan y que habían plasmado la otrora identidad del lugar de gente humilde, de trabajadores, de bohemios, de personas que encontraron su lugar en el mundo, lejos del estigma y la discriminación. Después de ese encuentro casual, Doris comenzó a detenerse en la puerta de la casa de Rosa cuando volvía de trabajar y la encontraba regando el jardín. Llegaron a hacerse buenas amigas recordando anécdotas, personas y  costumbres que la memoria se resistía a dejar en el olvido.
Ahora Doris se encontraba más sola que nunca. De un carácter batallador y poco afecta a dejarse deprimir con facilidad, mujer independiente y luchadora como pocas. Se quedó sin trabajo y Rosa sintió la necesidad de hacerle compañía en ese duro trance. Ella, que pasaba las tardes tejiendo con la única compañía de sus dos perros y cinco gatos, estaba más que dispuesta a llenar el vacío existencial de su vecina.
_ ¡Ese hijo de puta no me va a echar así nomás! Seis años trabajé en esa parrilla de mierda para que ahora me salga con qué quiere renovarse. Dice que hay gente interesada en invertir, que el restaurante es una marca registrada en el río porque atrae gente de todas partes, pero que se siente  muy cansado y está pensando en retirarse. Me ofreció unos pesos, como si eso compensara todo lo que hice de más, por ser amigos y por vivir cerca.
Rosita la escuchaba con tristeza mientras abría el paquete de bizcochos agridulces y le ofrecía uno.
_ Nunca le fallé. Cuando faltaba alguno, enseguida me mandaba al pibe a ver si yo podía cubrirlo, ya sea en la cocina o en el salón, y nunca me negué. Con lluvia, con barro. Porque claro, las pendejas cuando llueve no van, pero a mi esos veinte mangos extras no sabés lo bien que me venían. Y las veces que salí con el agua hasta las rodillas, nunca me quejé, salía igual, porque al otro día el negocio abría aunque acá siguiéramos teniendo agua en la calle. Y ahí iba yo, a baldear, a sacar el barro de la inundación. Cuando cobrás por día te tenés que callar la boca y agarrar lo que venga. Y ahora esto, somos tres que quedamos en la calle, pero Cacho, mi compañero, habló con un abogado a ver qué se puede hacer. Dice que le podemos sacar unos pesos más.
Doris vuelve a calentar agua para otra ronda de mate, mientras el sol tibio de la tarde se abre paso entre las ramas peladas de un sauce y atraviesa los vidrios sin postigos.
_ Contame vos, que hace un par de días que no venís. ¿Qué te está pasando, Rosita?
Los días lluviosos se postergan las visitas porque Rosalía prefiere preservarse de las mojaduras, pero esta vez no llovía. Por eso a ambas les gusta el otoño, porque los días son más estables. Conversan como si lo hubieran hecho toda la vida. En un barrio donde la línea entre lo privado y lo público está tan desdibujada, no se necesitan tantas referencias para reconocer a las personas.
Rosalía enviudó joven y quedó sola con sus dos hijos muy pequeños, su empleo en una casa de familia, no le alcanzaba para solventar el alquiler. Los patrones, Salvador y Eugenia, tenían una casa en La Ribera, que prácticamente no utilizaban y la pusieron a su disposición por el tiempo que la necesitara. Apenas pudo con la mantención y educación de los niños, era impensable para ella invertir en una vivienda. Con el paso del tiempo tanto sus hijos como los del matrimonio que la empleaba, hicieron sus vidas y nunca nadie le reclamó nada. Sus raíces habían calado en esa casa casi tan profundo  como la napa de la cual se extraía el agua.
_ Fui a ver a Eduardo. Él y sus hermanos me están pidiendo la casa. Salvador se está muriendo y quieren arreglar todos los papeles para la sucesión. Cuando falleció Eugenia hace diez años, él me dijo que me podía quedar con la casa. La verdad es que nunca hice papeles, eran tan buenos conmigo que no pensé que me la fueran a pedir.
Doris estalló en una carcajada burlona.
_ La gente no es tan buena como parece. Yo era chica pero me acuerdo. El mismísimo Salvador, al poco tiempo de comprarla, se hacía sus escapaditas durante la semana con los amigos, venían a buscar putas. Mi vieja pobrecita, que en paz descanse, nos tenía prohibido a la Yolly y a mí pasar por la puerta. Después el atorrante venía muy orondo el fin de semana con la mujer y los hijos a hacerse el padre de familia. ¿Te acordás de mi hermana?
_  La vi algunas veces. Cuando vinimos nosotros, ¿Yolly  no vivía más acá, no?
_ Se embarazó a los diecisiete ¡Imaginate! Antes no era como ahora que las pibas a los catorce ya le ven la cara a Dios. Mi viejo la echó a patadas. El tipo era un borracho, anduvieron un tiempo, después se quedó sola con el pibe, tuvo que salir a girar. Supimos poco de ella por algún tiempo, después se metió con un bacán que la tuvo como una reina. ¡Era linda la Yolly! Está bien, separada pero vive con el hijo y su familia. Tiene como cuatro nietos, todos grandes… creo que ya es bisabuela. Un día de estos la llamo.
No es fácil explicar la vida de los pobres. No es resignación, en el fondo creo que es sabiduría. Aprenden a la fuerza cual es su lugar en el mundo. Toman de la vida lo que ésta les da. El altar de los recuerdos, como ellas dieron en llamar a ese rincón de la cocina, las encuentra muchas veces hablando de temas recurrentes, poniéndose al día de viejas historias. El hoy las sorprende a ambas en uno de los peores momentos de sus vidas. Una perdió el trabajo, la otra está a punto de quedar sin casa. Sin embargo, tantas veces estuvieron a punto de perderlo todo que aprendieron a vivir el día. Mañana Dios proveerá.  No desesperan, confían y tratan de sobrevivir.
Doris y Rosalía se preguntan por qué no se frecuentaron antes, están descubriéndose y reconociendo en la otra la parte de la vida que no les tocó vivir. Piezas sueltas de un paisaje llamado barrio, un barrio, cualquier barrio. Pero este es diferente, surrealista. Vidas castigadas desde antes de nacer. Historias crudas, sin hipocresías, con un denominador común: los sueños rotos pero la dignidad intacta.
Empieza a anochecer y Rosita se va a darle de comer a los perros, mañana será otro día.

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