En la cocina de la casilla, junto
a la ventana que da al patio de tierra, Doris y Rosalía se encuentran cada
tarde a desgranar épocas pasadas. Sobre
una rústica mesa de madera, un viejo mantel de hule verde con resabios de
flores amarillas, desteñidas por el roce. Mantel que alguna vez fue nuevo,
cubriendo con su fulgor las miserias cotidianas, depositario de lágrimas,
puñetazos y borratinas; testigo mudo de todos los secretos y discusiones de la
familia. Doris dispone las cosas para el mate
de la tarde, la ceremonia de todos los días, cuando el tiempo y la
artrosis de Rosalía lo permiten.
Nunca antes se habían
frecuentado, no habían sido amigas, ni siquiera buenas vecinas. Las vidas de
cada, una a pesar de estar en la misma manzana por más de cuatro décadas,
habían transcurrido por carriles muy distintos. Se conocían de vista, un buenos
días en el almacén o en la parada de colectivos, porque antes la gente se
saludaba, y nada más. Una tarde se encontraron en la esquina e, imprevistamente
se detuvieron a expresar su indignación, ya nadie quedaba exento del flagelo.
Uno de los tantos episodios de inseguridad que asolaban al barrio desde que las
cosas cambiaron, ocurrió durante la noche en esa misma cuadra. Asaltaron a don
Paco mientras dormía y se llevaron los pocos bártulos que encontraron en la
casa del pobre viejo. El raterismo es habitual y todos se cuidan de no dejar
nada al alcance de la tentación de los paqueros, como los vecinos mismos dieron
en llamar a los jóvenes que deambulan y pernoctan en las calles prestos a
obtener algún beneficio con que alimentar la adicción. Ambas viven solas, tal
vez se reconocieron en esa jauría humana, como uno de los pocos personajes que quedan y
que habían plasmado la otrora identidad del lugar de gente humilde, de trabajadores,
de bohemios, de personas que encontraron su lugar en el mundo, lejos del
estigma y la discriminación. Después de ese encuentro casual, Doris comenzó a
detenerse en la puerta de la casa de Rosa cuando volvía de trabajar y la
encontraba regando el jardín. Llegaron a hacerse buenas amigas recordando
anécdotas, personas y costumbres que la
memoria se resistía a dejar en el olvido.
Ahora Doris se encontraba más
sola que nunca. De un carácter batallador y poco afecta a dejarse deprimir con
facilidad, mujer independiente y luchadora como pocas. Se quedó sin trabajo y
Rosa sintió la necesidad de hacerle compañía en ese duro trance. Ella, que
pasaba las tardes tejiendo con la única compañía de sus dos perros y cinco
gatos, estaba más que dispuesta a llenar el vacío existencial de su vecina.
_ ¡Ese hijo de puta no me va a
echar así nomás! Seis años trabajé en esa parrilla de mierda para que ahora me
salga con qué quiere renovarse. Dice que hay gente interesada en invertir, que
el restaurante es una marca registrada en el río porque atrae gente de todas
partes, pero que se siente muy cansado y
está pensando en retirarse. Me ofreció unos pesos, como si eso compensara todo
lo que hice de más, por ser amigos y por vivir cerca.
Rosita la escuchaba con tristeza
mientras abría el paquete de bizcochos agridulces y le ofrecía uno.
_ Nunca le fallé. Cuando faltaba
alguno, enseguida me mandaba al pibe a ver si yo podía cubrirlo, ya sea en la
cocina o en el salón, y nunca me negué. Con lluvia, con barro. Porque claro,
las pendejas cuando llueve no van, pero a mi esos veinte mangos extras no sabés
lo bien que me venían. Y las veces que salí con el agua hasta las rodillas,
nunca me quejé, salía igual, porque al otro día el negocio abría aunque acá
siguiéramos teniendo agua en la calle. Y ahí iba yo, a baldear, a sacar el
barro de la inundación. Cuando cobrás por día te tenés que callar la boca y
agarrar lo que venga. Y ahora esto, somos tres que quedamos en la calle, pero
Cacho, mi compañero, habló con un abogado a ver qué se puede hacer. Dice que le
podemos sacar unos pesos más.
Doris vuelve a calentar agua para
otra ronda de mate, mientras el sol tibio de la tarde se abre paso entre las
ramas peladas de un sauce y atraviesa los vidrios sin postigos.
_ Contame vos, que hace un par de
días que no venís. ¿Qué te está pasando, Rosita?
Los días lluviosos se postergan
las visitas porque Rosalía prefiere preservarse de las mojaduras, pero esta vez
no llovía. Por eso a ambas les gusta el otoño, porque los días son más
estables. Conversan como si lo hubieran hecho toda la vida. En un barrio donde
la línea entre lo privado y lo público está tan desdibujada, no se necesitan
tantas referencias para reconocer a las personas.
Rosalía enviudó joven y quedó
sola con sus dos hijos muy pequeños, su empleo en una casa de familia, no le
alcanzaba para solventar el alquiler. Los patrones, Salvador y Eugenia, tenían
una casa en La Ribera, que prácticamente no utilizaban y la pusieron a su
disposición por el tiempo que la necesitara. Apenas pudo con la mantención y
educación de los niños, era impensable para ella invertir en una vivienda. Con
el paso del tiempo tanto sus hijos como los del matrimonio que la empleaba,
hicieron sus vidas y nunca nadie le reclamó nada. Sus raíces habían calado en
esa casa casi tan profundo como la napa
de la cual se extraía el agua.
_ Fui a ver a Eduardo. Él y sus
hermanos me están pidiendo la casa. Salvador se está muriendo y quieren
arreglar todos los papeles para la sucesión. Cuando falleció Eugenia hace diez
años, él me dijo que me podía quedar con la casa. La verdad es que nunca hice
papeles, eran tan buenos conmigo que no pensé que me la fueran a pedir.
Doris estalló en una carcajada
burlona.
_ La gente no es tan buena como
parece. Yo era chica pero me acuerdo. El mismísimo Salvador, al poco tiempo de
comprarla, se hacía sus escapaditas durante la semana con los amigos, venían a buscar putas. Mi vieja pobrecita, que en paz descanse, nos
tenía prohibido a la Yolly y a mí pasar por la puerta. Después el atorrante
venía muy orondo el fin de semana con la mujer y los hijos a hacerse el padre
de familia. ¿Te acordás de mi hermana?
_
La vi algunas veces. Cuando vinimos nosotros, ¿Yolly no vivía más acá, no?
_ Se embarazó a los diecisiete
¡Imaginate! Antes no era como ahora que las pibas a los catorce ya le ven la
cara a Dios. Mi viejo la echó a patadas. El tipo era un borracho, anduvieron un
tiempo, después se quedó sola con el pibe, tuvo que salir a girar. Supimos poco
de ella por algún tiempo, después se metió con un bacán que la tuvo como una
reina. ¡Era linda la Yolly! Está bien, separada pero vive con el hijo y su
familia. Tiene como cuatro nietos, todos grandes… creo que ya es bisabuela. Un
día de estos la llamo.
No es fácil explicar la vida de
los pobres. No es resignación, en el fondo creo que es sabiduría. Aprenden a la
fuerza cual es su lugar en el mundo. Toman de la vida lo que ésta les da. El
altar de los recuerdos, como ellas dieron en llamar a ese rincón de la cocina,
las encuentra muchas veces hablando de temas recurrentes, poniéndose al día de
viejas historias. El hoy las sorprende a ambas en uno de los peores momentos de
sus vidas. Una perdió el trabajo, la otra está a punto de quedar sin casa. Sin
embargo, tantas veces estuvieron a punto de perderlo todo que aprendieron a
vivir el día. Mañana Dios proveerá. No
desesperan, confían y tratan de sobrevivir.
Doris y Rosalía se preguntan por
qué no se frecuentaron antes, están descubriéndose y reconociendo en la otra la
parte de la vida que no les tocó vivir. Piezas sueltas de un paisaje llamado
barrio, un barrio, cualquier barrio. Pero este es diferente, surrealista. Vidas
castigadas desde antes de nacer. Historias crudas, sin hipocresías, con un
denominador común: los sueños rotos pero la dignidad intacta.
Empieza a anochecer y Rosita se
va a darle de comer a los perros, mañana será otro día.
margaritae_rod@yahoo.com.ar