viernes, 15 de febrero de 2013


                                     


Tarde de domingo en la isla de La Grande Jatte
George Pierre Seurat, 1884
TARDE DE DOMINGO

George y Valery planearon  celebrar su trigésimo cuarto aniversario de una forma muy peculiar.
Amantes de la pintura, los unía, además de la maravillosa familia que habían logrado formar, una profunda devoción por aquellos artistas que supieron  plasmar en el lienzo la luminosidad, el color y los detalles de escenas de la vida real y cotidiana. En su living tenían una reproducción reducida de La Grande Jatte, que no dejaban de admirar.
Ese día, contemplando el cuadro mientras tomaban el té, decidieron viajar  a Paris para visitar la popular isla del Sena que inspirara a Seurat en una de sus más cotizadas obras. Unos días después partieron en avión desde su brumosa Londres.
Les parecía un sueño estar caminado por la isla. Pisar ese suelo donde, quién sabe, cuantas tardes pasó el artista bocetando su obra. Imaginaban la preparación de los colores en la paleta, los primeros trazos en el lienzo. Todo esto comentaban mientras se detenían continuamente a deleitarse con el paisaje. Por suerte habían decidido vestirse con prendas livianas. Era una espléndida tarde primaveral, ideal para un paseo al aire libre.
 La isla estaba tan concurrida como el día en que el pintor decidió eternizarla. Cuantas semejanzas, pensaron. A pesar de las ropas y algunos hábitos modernos, el disfrute parecía ser el mismo. Empezaron a observar con detenimiento el escenario.
Un enorme abedul proyectaba su sombra sobre el césped y se detuvieron al reparo del árbol. Frente a ellos un joven de gorra y lentes negros descansaba sobre una manta. A su lado una pareja mayor, probablemente sus padres, escuchando radio se entretenían con un labrador negro que husmeaba en la hierba.

A orillas del río una mujer de mediana edad estaba observando distraídamente las ondas del agua que golpeaban contra la protección de cemento  mientras disfrutaba de una gaseosa y  una joven con un capri blanco y remera roja tomaba sol  escuchando música a través de sus auriculares.
Una mujer de jean y blusa clara se aproximaba hacia ellos junto a una  niña que no tendría más de siete años y que llevaba en la mano una barbie. Dos señores, con sendas bicicletas se detuvieron a conversar  debajo de un alerce. En un claro del parque un grupo de muchachos con coloridas camisetas se entretenían con una pelota de rugby. Y por doquier niños corriendo.
No faltaban las actividades náuticas. Un pequeño velero con tres personas a bordo completaban la escena.
George y Valery paseaban sus miradas hacia uno y otro lado mientras el sol jugaba entre las copas de los árboles dibujando claro oscuros que matizaban el paisaje.

Lo que protagonizaron los sorprendió a ambos. Extasiados no podían creer lo que sucedió a continuación. De pronto todo se detuvo.  Poco a poco todo fue adquiriendo tonalidades sepia. Mágicamente las imágenes se desdibujaron transformándose  en un extraño puntillé.  Las hojas de los árboles al igual que el césped dieron lugar a miles de puntitos en todas las tonalidades de verde que, sin embargo, lograron mantener las formas. Las mansas olas del rio se convirtieron en un estático espejo.
Se miraron: Ella lucía un faldón violeta largo hasta los tobillos , una chaqueta negra por la que asomaba la puntilla del blanco cuello de una blusa y un sombrero también negro adornado con una bellísima flor púrpura. El estaba de capa y galera y lucía una camelia en el ojal. Un pequeño mono se descolgó de una de las ramas del árbol colocándose dócilmente a sus pies.
También cambiaron las vestimentas y accesorios de todos los que se encontraban en el lugar. Los ciclistas se tornaron en  dos soldados con chaquetas ocres, pantalones rojos y birretes.
Poco a poco, todas las miradas se posaron dulcemente  sobre ellos invitándolos con cómplices sonrisas. Por unos instantes el arcano los transportó  a un paisaje bucólico del siglo XIX.
MARGARITA RODRÍGUEZ

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