Tarde de domingo
en la isla de La Grande Jatte
George Pierre Seurat, 1884
TARDE DE DOMINGO
George y Valery planearon celebrar su trigésimo cuarto aniversario de
una forma muy peculiar.
Amantes de la pintura, los unía,
además de la maravillosa familia que habían logrado formar, una profunda
devoción por aquellos artistas que supieron
plasmar en el lienzo la luminosidad, el color y los detalles de escenas
de la vida real y cotidiana. En su living tenían una reproducción reducida de La Grande Jatte, que no dejaban de
admirar.
Ese día, contemplando el cuadro
mientras tomaban el té, decidieron viajar
a Paris para visitar la popular isla del Sena que inspirara a Seurat en
una de sus más cotizadas obras. Unos días después partieron en avión desde su
brumosa Londres.
Les parecía un sueño estar
caminado por la isla. Pisar ese suelo donde, quién sabe, cuantas tardes pasó el
artista bocetando su obra. Imaginaban la preparación de los colores en la
paleta, los primeros trazos en el lienzo. Todo esto comentaban mientras se
detenían continuamente a deleitarse con el paisaje. Por suerte habían decidido
vestirse con prendas livianas. Era una espléndida tarde primaveral, ideal para
un paseo al aire libre.
La isla estaba tan concurrida como el día en que
el pintor decidió eternizarla. Cuantas semejanzas, pensaron. A pesar de las
ropas y algunos hábitos modernos, el disfrute parecía ser el mismo. Empezaron a
observar con detenimiento el escenario.
Un enorme abedul proyectaba su
sombra sobre el césped y se detuvieron al reparo del árbol. Frente a ellos un
joven de gorra y lentes negros descansaba sobre una manta. A su lado una pareja
mayor, probablemente sus padres, escuchando radio se entretenían con un
labrador negro que husmeaba en la hierba.
A orillas del río una mujer de
mediana edad estaba observando distraídamente las ondas del agua que golpeaban
contra la protección de cemento mientras
disfrutaba de una gaseosa y una joven con
un capri blanco y remera roja tomaba sol
escuchando música a través de sus auriculares.
Una mujer de jean y blusa clara
se aproximaba hacia ellos junto a una niña que no tendría más de siete años y que
llevaba en la mano una barbie. Dos señores, con sendas bicicletas se detuvieron
a conversar debajo de un alerce. En un
claro del parque un grupo de muchachos con coloridas camisetas se entretenían
con una pelota de rugby. Y por doquier niños corriendo.
No faltaban las actividades
náuticas. Un pequeño velero con tres personas a bordo completaban la escena.
George y Valery paseaban sus
miradas hacia uno y otro lado mientras el sol jugaba entre las copas de los
árboles dibujando claro oscuros que matizaban el paisaje.
Lo que protagonizaron los
sorprendió a ambos. Extasiados no podían creer lo que sucedió a continuación. De
pronto todo se detuvo. Poco a poco todo
fue adquiriendo tonalidades sepia. Mágicamente las imágenes se desdibujaron
transformándose en un extraño puntillé. Las hojas de los árboles al igual que el
césped dieron lugar a miles de puntitos en todas las tonalidades de verde que,
sin embargo, lograron mantener las formas. Las mansas olas del rio se
convirtieron en un estático espejo.
Se miraron: Ella lucía un faldón
violeta largo hasta los tobillos , una chaqueta negra por la que asomaba la
puntilla del blanco cuello de una blusa y un sombrero también negro adornado
con una bellísima flor púrpura. El estaba de capa y galera y lucía una camelia
en el ojal. Un pequeño mono se descolgó de una de las ramas del árbol
colocándose dócilmente a sus pies.
También cambiaron las vestimentas
y accesorios de todos los que se encontraban en el lugar. Los ciclistas se
tornaron en dos soldados con chaquetas
ocres, pantalones rojos y birretes.
Poco a poco, todas las miradas se
posaron dulcemente sobre ellos
invitándolos con cómplices sonrisas. Por unos instantes el arcano los
transportó a un paisaje bucólico del
siglo XIX.
MARGARITA RODRÍGUEZ

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