Nuestra relación
fue siempre como un teléfono descompuesto: cuando yo sentía que juntos habíamos
alcanzado la felicidad, Amelia se encargaba de matarme la ilusión. Empezaba con
eso de que no debíamos conformarnos, que la monotonía desgastaba el amor, que
cada uno tenía que enfocarse en su
propia realización para estar en condiciones de darse al otro, y no se
cuántas cosas por el estilo. Tanto insistía, que al final terminaba
convenciéndome de que lo mejor era tomar distancia por algún tiempo.
Pero al cabo de
unas semanas, ella misma iniciaba la operación retorno y yo, como siempre, la
recibía con los brazos abiertos.
Después de un
año de inusual estabilidad, cuando ya creía despejados para siempre los
nubarrones en nuestro firmamento, me dijo sin anestesia que se iba para Córdoba.
Yo la miraba
desde la cama, me había cansado de rogarle que no se fuera. Pensé que sería una
recaída pasajera y que un par de caricias iban a bastar para hacerla cambiar de
parecer. Pero me di cuenta de que la cosa iba en serio cuando dio la vuelta completa
al cierre de la valija y le puso llave al candado.
Pasé un mes sin
noticias de ella, hasta hoy. Al atender el teléfono tardé en reconocerle la voz
¿estaría lloviendo o eran ruidos de la línea? Con palabras entrecortadas me
avisó que en dos días volvía para Buenos Aires y necesitaba verme. No sé si me
dijo te quiero o ya no te quiero, porque después se cortó la comunicación.
Quedé intrigado.
Ahora lo estoy
analizando seriamente con la almohada, que es la mejor consejera.
La verdad, necesito
poner fin a estas idas y vueltas, porque todo tiene un límite. Está bien que
uno se sienta con vitalidad, pero las hojas del calendario vuelan aunque
miremos para otro lado. Y ya los dos cumplimos 80 años.

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