El inmenso jardín de la finca, poblado de álamos, robles añejos, rosales y tilos, se imponía por su belleza y sus aromas.
Martín amaba ese lugar. Conformaba un plano de su historia: las hojas rosas de su infancia y adolescencia, sus amores y desengaños, convergían en las sendas bifurcadas que atravesaban el parque.
Martín, sentado en su escritorio, trabajaba en su último libro. Y como era habitual, su atención se centró en la fuente que veía a través de los grandes ventanales.
Ella era una auténtica obra de arte, que representaba a dos amantes entrelazados en un lujurioso juego erótico. Los cuerpos parecían tener vida propia, esculturales, y los rostros destilaban pasión. Exhausto, Martín se acostó sin cenar.
A la mañana siguiente se despertó sobresaltado. Corrió al cuarto de estudio y, al ver la escultura, el espanto recorrió su ser, y le cerró la garganta. Su pesadilla se había hecho realidad: las estatuas sangraban, el yeso ya no cubría la piel de las figuras, sus caras expectoraban gritos de dolor y sus inquisidoras miradas apuntaban hacia Martín. El agua estaba teñida de un profundo borgoña… y ahí yacía su amada Mirana.

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