La hermana y el
cuñado insistían: “Andá a visitarla, te va a hacer bien conversar con alguien”.
Y a pesar de que les puso mil excusas lograron convencerlo.
La primera vez
hasta colonia usó, pero al llegar a la puerta volvió sobre sus pasos. Se puso a
insultar en voz baja y en la esquina se quitó el peluquín.
Paró el primer
colectivo que pasaba y eligió un asiento del fondo. Se abrió el botón del
cuello, corrió la ventana y dejó que el aire le refrescara la cabeza.
Cuando ya habían
pasado unas cuadras, suspiró aliviado y se preguntó por qué no lo dejaban
tranquilo, si estaba bien así.
Volvió la
segunda vez decidido a tocar el timbre, pero sus manos seguían en los bolsillos
cuando dio media vuelta y se fue para la estación.
Examinó el
horario de los trenes y se puso a pensar
en lo lindo que estaría el Tigre a esa hora. Buscó la billetera para pagar, se
quitó el pesado sobretodo, y se apuró a subir cuando sonó el silbato.
Una mujer parada
en el andén opuesto le sonrió con descaro a través de los vidrios. Él desvió la
cabeza hacia el frente y se cruzó de brazos durante el resto del viaje.
Se juró que la
tercera iba a ser la vencida. Tratando de acortar distancias, caminó a paso vivo
por las calles de ese barrio que en los últimos tiempos recorría hasta en los sueños.
Cuando faltaba
media cuadra le empezaron a flaquear las piernas. Paró un momento para
reponerse, tomó envión y se echó a correr.
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