El sol comienza a asomar sus tibios
rayos. Apenas está comenzando el día y la temperatura no aumentará demasiado,
la primavera se está acercando pero el frío del invierno no parece comprenderlo
y se niega a irse. Cientos de personas salen de sus camas, algunos se dirigen a
sus trabajos, otros preparan a sus hijos para la escuela, las amas de casa preparan
las listas del supermercado.
En el aeropuerto Diana espera la hora de
embarcar, ya realizó el check in y ameniza su tiempo recorriendo los locales
del free shop. Mira sin ver demasiado, se detiene a probar perfumes, a ver
bolsos, carteras, maquillajes. Pero en realidad, no pretende comprar nada. El
dinero que lleva quiere reservarlo para su destino, París.
Hace mucho que deseaba realizar este
viaje. De niña jugaba a ser parisina. Se veía a sí misma vestida de negro con
un pañuelo atado al cuello. El sonido del idioma le sonaba dulce, sensual, casi
misterioso, la erre como tragada, tan difícil de pronunciar para los
extranjeros. Diana aprendió algo de Francés pero por una extraña razón
abandonó. Ella quería aprenderlo en París, ir asimilándolo como si fuera su
lengua materna, desde los inicios, como un bebé, pronunciándolo mal al principio,
seguramente.
Logró encontrar trabajo en una escuela francesa,
cuyo segundo idioma era el castellano. Necesitaban una docente cuya lengua
madre fuera el español, pero no era indispensable saber francés. La escuela le
pagaba el alojamiento y unos buenos euros para vivir medianamente cómoda.
Trabajaría desde las nueve de la mañana a las tres de la tarde, lo que le
permitiría en los buenos días recorrer París como a ella le gustaba, como una
vecina del lugar.
El avión salió a horario. Como siempre
le sucedía el viaje lo toleró lo mejor que pudo. Era totalmente consciente que
viajar en avión no era la mejor forma de viajar pero era inevitable. Asientos
pequeños, pasajeros sentados muy juntos unos de otros, comida generalmente mala
o regular. Siempre el vuelo le parecía interminable, las agujas del reloj se
detenían o por lo menos parecían moverse muy lentamente. Pero esta vez le
pareció aún más largo, su ansiedad por llegar, su deseo de instalarse, de
hacerse de amigos o buenos compañeros de trabajo, aprender el idioma, verlo
todo.
Quería que ocurriera ya, y el avión se
lo estaba haciendo difícil.
Arribó al aeropuerto Charles De Gaulle
temprano en la mañana. Un señor muy respetuoso la esperaba a la salida con un
cartelito que decía Diana Castellini. La llevó directamente a la escuela. Allí
se entrevistó brevemente con la directora y quedaron en encontrarse el lunes a
primera hora de la mañana para comenzar con las clases.
De allí, en el mismo auto, la llevaron
hasta el departamento que sería su hogar los próximos cuatro años. Era de una
edificación típica francesa, dos plantas, sin ascensor.
Ella
estaría en la buhardilla, que era verdaderamente un estudio con mucho de
bohemia. Dos cuartos cómodos, un baño, sala de estar, cocina, todo bien
iluminado. Un balcón terraza amplio, que aunque no le permitía ver el río, lo
presentía a lo lejos y con el cielo casi pegándole en la cara.
Sentía que lo que le estaba ocurriendo
era mucho más que un sueño. Tantas veces lo imaginó. Pero siempre pensó que era
pura fantasía. Cuando se enteró de la vacante no dudó en enviar su currículo, pero seguramente no era la única que deseaba
el puesto. La asombró recibir a vuelta de correo electrónico la noticia de que
estaba entre las elegidas. Todo fue tan rápido, tan vertiginoso, que ya no recordaba cómo pasó los días
seleccionando la ropa, los libros, sus cosas personales, preparando su
documentación, despidiéndose de su familia y amigos. Y ahora ya estaba en
París, voila!
Recorrió lo que sería su hogar,
lentamente, tocando sus paredes, los sillones, las cortinas. Acomodó sus ropas
en el dormitorio, los libros en la biblioteca de la sala, los cosméticos en el
baño.
Debía comprar comida, tenía que salir a buscar
sus primeras provisiones, como una semejante más.
Salió a la calle, caminó lentamente
mirando los negocios del vecindario. Los árboles de la Rue Saint Sulpice le
brindaban su sombra en estos primeros días de septiembre, todavía tórrido y creyó que el ruido de los
transeúntes le estaba dando la bienvenida. Levantó el mentón como queriendo dar
a entender que ella no era una turista, no era una forastera, ella pertenecía a ese
lugar, era una de ellos.
Claro que eso fue disminuyendo a medida
que entraba en los negocios de alimentos. Se podía comunicar, pero claramente le faltaba mucho que aprender
para que la consideraran. Los parisinos, a diferencia de lo que creen los
turistas, son muy amables cuando ven el esfuerzo por comunicarse en su idioma.
Valoran el intento, aunque sea a media lengua. Es respeto por el país que los
recibe.
En el supermercado fue bastante fácil,
los alimentos están en las góndolas y leer es más comprensible que escuchar…..y
ni que decir de hablar. Compró lo más necesario, de a poco se iría
acostumbrando a las hábitos cotidianos. Se veía a sí misma charlando y riendo
con el panadero, el farmacéutico de la esquina, la vendedora de la tienda.
Pronto todos se familiarizarían con ella, hasta reconocerla por la calle y
saludarla……Bonjour Diana!...... Bonjour Cyprien!
Faltaban cuatro días para el lunes, lo
que le permitiría reconocer su entorno, situarse físicamente, porque
mentalmente hacía años que se estaba preparando, inconscientemente quizás.
Llegó caminando hasta las orillas del
Sena, reconoció que estaba del margen izquierdo de la ciudad, caminó hasta
llegar al Pont Saint Michel que la llevaría hasta la Ile de la Cité. Miró a su
alrededor, todo le parecía familiar, de tanto mirarlo en los libros, de tantos
años viéndolo en fotos. Entró en Notre Dame y un frio le recorrió el cuerpo.
Tanta grandeza, tanto arte. Decidió que esa
sería su iglesia, allí iría a rezar cuando lo necesitara. Salió y se dirigió
hasta la Sainte Chapelle. La capilla inferior la asombró por sus colores
intensos y sus paredes cubiertas por lo que de lejos parecía empapelado. Cada
pieza puesta una por una por una mano diestra. Pero la capilla superior la dejó
sin aliento, sus ventanales inmensos contaban la historia de Cristo. El rosetón
de múltiples colores, el espacio tan lleno de gente, todos turistas, claro.
Ella no, ella residía allí. Los miraba a todos con aire de superioridad, como
diciendo ……miren todo lo que puedan, mañana estarán en otro sitio y pronto
volverán a casa, yo puedo venir mañana y
pasado y pasado y pasado. Esta capilla pertenece a mi vida diaria ahora.
El resto del tiempo lo dedicó a caminar
sin rumbo fijo, no era imprescindible ver todo urgentemente cuando tenía tanto
tiempo para hacerlo. Solo se acodó en el puente para ver de lejos la torre que
apenas toleran los parisinos. Ya llegaría el momento de verla de cerca, ahora
quería caminar por donde sus pies la llevaran.
Así pasó el resto de sus días, visitó
la famosa librería Shakespeare, paseó por las plazas, entró en el Pompidou,
encontró por casualidad la casa que antaño fuera de Madame Pompadour, agradeció
a los parisinos por indicar tan claramente los puntos de interés de su ciudad,
incluso se topó con el café donde se gestó la Revolución Francesa.
Tuvo oportunidad de conocer a una
vecina de su edificio Madame Soulvan, una coqueta y enérgica abuela que
caminaba con aire de realeza pero que le brindó unos minutos de su atención. En
realidad pronto entendió la importancia de las parisinas por su aspecto
personal. Todas se vestían muy bien a todas horas del día, se las veía con
tacos altos a primeras horas de la mañana y siempre muy a la moda.
Comprobó con sus propios ojos
porqué esta ciudad es tan apreciada por
el mundo entero, aquí se respira cultura, arte, historia, glamur, bohemia,
moda. Hay de todo para todas los sensibilidades, aun las de los más exigentes.
Hoteles regios u hotelitos con aires indolentes pero colmados de cadencias
francesas. Grandes museos o petit hoteles abiertos al público para mostrar su
pasado fastuoso. Bares de notoriedad internacional o barcitos con aroma a café
recalentado. Una ciudad en verdad cosmopolita, todas las razas se atraviesan a
cada paso, pero se diferencia rápidamente al parisino del viajero.
Las noches son en verdad extraordinarias, la ciudad luz demuestra lo
bien ganado de su apodo. La torre Eiffel emite sus colores a toda la ciudad,
los puentes se llenan de luz, las callecitas con sus comercios, bares y
restaurantes iluminados cálidamente, acompañados por una música que sale de
alguna guitarra o algún piano escondido tras las ventanas.
Y el lunes llegó. El día anterior
preparó un trajecito claro que acompañara las temperaturas. Se duchó, se maquilló, desayunó
ligero y luego de enfundarse en su atuendo salió a la calle. La escuela estaba
a pocas cuadras, lo que le permitió caminar y reprimir en algo su ansiedad.
No fue fácil, como ocurre con los
nuevos, las caras de desconcierto se reflejaban en sus compañeros. Encima no
hablaba bien el idioma, la comunicación era pobre. La recibieron con respeto
pero también con reserva.
Los alumnos la aceptaron mejor, aunque
fue motivo de bromas muchas veces, por su mal pronunciamiento. Su personalidad
hizo que la aceptaran y se sometieran a su autoridad.
Todas
las tardes tomaba un café sola, escuchando su voz interior y preguntándose si
había hecho bien en dejar su país, en querer pertenecer a una cultura
desconocida para ella, donde las tradiciones no significaban nada, donde la
comida no sabía a la de su madre, donde hacía frio en Navidad, donde se cena a
la hora en que ella tomaba el té, donde las personas raramente se frecuentan,
donde las noches con amigos son escasas, donde un abrazo contenedor extrañamente
se logra.
Caminó muchas veces hasta la torre,
hasta que esta fue algo tan cotidiano que perdió sentido. Recorrió el Sena en
tantas oportunidades que le era totalmente lógico verlo a menudo. Pasó tantas
veces por el Louvre y tantas otras entró que su fachada pasaba desapercibida
ante sus ojos.
Los días libres caminaba por los jardines del
Luxemburgo o se sentaba en sus bancos a mirar pasar la vida. La Madeleine, el
Arco del triunfo, Montmartre, formaron parte de su cotidianeidad. Lo que al
principio la fascinó ahora era su vida de
todos los días. No le desagradaba en lo absoluto, sentía que este era su lugar,
que por tantos años de esfuerzo merecía estar allí.
Sus compañeros de trabajo se acercaron a
ella luego de un par de meses. Ahora tomaba café con varios amigos. Era encantador poder contarles su vida en
Argentina y escuchar cómo era la vida de sus compañeros oriundos de diversos
países del mundo. Las diferencias sumaban experiencias maravillosas.
Solían frecuentar La Fourmi, bar donde
tomaban unos tragos y escuchaban buena música o a Le Café Du Passage a degustar
buenos vinos, antes de ir a las discotecas. Usualmente asistían a Studio 287, para bailar hasta la medianoche o a Le Noveau
Casino por su música electrónica y sus efectos especiales de imagen y sonido.
Si querían cenar y bailar se encontraban en La Favela Chic, tomaban caipiriña y
bailaban samba, funk o música pop.
Sus compañeros la llevaron una noche a
un remolcador, frente a la Biblioteca Nacional. Al principio no captó la idea
pero luego de unos minutos pudieron escuchar un increíble concierto de jazz ,
era Le Batobar, conocido por pocos.
Otro de sus grandes placeres era caminar
por los Quai que costean el Sena o La Sena como le dicen los parisinos. Mirar
los edificios desde allí era tener otra perspectiva de París.
Llegó el frío y con él las fiestas. ¡Qué
extraño le parecía tener frío en Navidad! ¡Qué increíble caminar por los Campos
Elíseos iluminados de azul! ¡Sentir sobre la cara caer los copos de nieve! Para
Diana era como una caricia para el alma. La alegría reinaba en todas partes,
las manos llenas de paquetes, las caras sonrientes y sonrosadas por el frío,
toda París era un mar de destellos de luz.
Pasaría la Navidad con unos buenos
amigos del trabajo, que la sorprendieron con la invitación. Creía que la
pasaría sola en su buhardilla, extrañando a sus padres, a sus amigos, al calor
insoportable de Buenos Aires, a las comidas cargadas de energía que no se
correspondían con el clima. Igual los extrañó, pensó en ellos a cada momento,
sobre todo a media noche cuando las copas se alzaron para recibir la Navidad.
Una sensación extraña se apoderó de ella. ¿Qué hacía allí, lejos de sus seres
queridos, de sus afectos? Cumplía su sueño, eso hacía. Supo desde siempre que
ningún sueño es perfecto, la nostalgia llega siempre en el momento justo. El
alcohol ayudó a disminuir un poco su
melancolía. A pesar de estar de vacaciones invernales, no podía viajar a Buenos
Aires, sus ingresos eran buenos pero no para pagar el pasaje……..el año próximo
será.
Y ese nuevo año llegó y otra vez
volvió a experimentar los mismos sentimientos que en Navidad. El ambiente era ahora mucho más alegre, la
gente salía a la calle a recibir el año, llenas de chicos, mujeres, hombres,
todos volcados en las veredas, la avenidas, los bares, las esquinas de todo
París.
Un compañero de trabajo la invitó a
esquiar a Autrans, en Los Alpes del Norte, donde él tenía parientes. Robert era
de ascendencia africana, Diana nunca había tenido un amigo negro, pero en París
era lo más común encontrarse con personas de color. Si bien Robert era de
origen negro era muy francés, había nacido en París, allí se había criado,
estudiado, al igual que varias generaciones anteriores. Era tan francés como
cualquier otro. Aunque él sabía que en un pasado remoto, un ancestro suyo había
llegado a Francia desde África como esclavo.
Pasaron unos días espléndidos, Diana
había esquiado unas pocas veces, hacía ya tiempo, en Bariloche. No recordaba
mucho pero su cuerpo guardaba algún registro de lo aprendido y con práctica y
paciencia logró deslizarse decorosamente. Robert lo hacía a las mil maravillas.
Su familia era muy agradable, aunque
a Diana le resultó extraño verse rodeada de tantas personas de color en medio
de la blancura de la nieve. Pronto dejó de notar la diferencia al conocer más
detenidamente a cada integrante. Sus charlas, sus risas, el trato que le
dispensaban le hizo notar la poca importancia del color de la piel. Ellos le
hacían extrañar un poco menos sus propios afectos.
Volvieron al trabajo unos pocos días
después. Se acostumbraron a salir juntos del trabajo y a tomar un café en los
Deux Magout en la esquina de Saint Germain.
Él le contó que grandes escritores franceses habían pasado, a su tiempo,
por ese café. Allí se generaron interminables conversaciones literarias,
filosóficas y políticas.
Llegó Julio y las vacaciones de
verano eran sumamente necesarias luego de un año de fuerte trabajo. Robert y
Diana decidieron pasar unos días en la Costa Azul francesa y correrse hasta la
italiana.
Era previsible lo que iba a suceder,
la atracción se presentó ante ellos. Formaban una pareja singular, él tan
moreno casi como el ébano, ojos profundos, alto, musculoso. Ella rubia, de piel
blanca, ojos verdes, delgada. Sin proponérselo había encontrado lo que no sabía
que estaba buscando.
El verano pasó y otro otoño llegó.
Luego del primer año ya todos la conocían.
Ahora era parte del todo, fundida en el idioma, aficionada a sus tradiciones,
conocedora de sus comidas, asistente habitual de las galas del teatro,
acompañada por Robert, amigos o compañeros de trabajo.
Había logrado lo que quería, conocía
París hasta en sus más recónditos lugares. Podía experimentar lo que había
ocurrido en cada sitio, en cada monumental edificio, en cada iglesia, en cada
calle.
Sabía en cuales tiendas de ropa se
conseguían prendas de marcas famosas a buenos precios, donde ver buenos
musicales, conseguir las mejores promociones en las liquidaciones de temporada.
Era una más.
Extrañaba su hogar, sus amigos, su
familia, los aromas de sus comidas, las charlas telefónicas interminables, pero la extrañeza se amenguaba con la
presencia de esa oscura piel que la acompañaba incondicionalmente.
El amor, la seducción y el sexo le
resultaron extraños al principio, pero lo disfrutó después. Los hombres
franceses son atrevidos, conquistadores y grandes amantes. Así era Robert, un poco melodramático para su gusto, pero la
satisfacía plenamente.
Durante este tiempo, ambos se acostumbraron a
pasear por Europa cada vez que sus trabajos se lo permitían. Todo estaba
relativamente cerca, a veces viajaban en tren, otras en auto, unas pocas en
avión. Londres, Roma, Bruselas, Ámsterdam, Barcelona……………..fueron testigos de
la unión que se generaba en ellos. Al principio, Diana sentía cierta sorpresa
cada vez que ese cuerpo azabache se afirmaba sobre el suyo. Su piel sedosa, sus
músculos acerados y su olor le eran
completamente desconocidos pero extrañamente atractivos.
Así también una nueva Navidad y un nuevo año
llegaron. Diana no pensó en viajar a su país.
Sus padres vendrían a pasar las fiestas con ella, Robert y su familia.
Fue un encuentro muy emotivo, una Navidad plena, llena de nieve y llena de
afectos.
Al cabo de tres años, la vida de Diana
había cambiado substancialmente. Se había mudado a un departamento más grande,
frente al Sena, en el barrio Saint Germain. Robert se había mudado con ella,
planeaban formar una familia y esto no se hizo esperar mucho. Doce meses después
nació una hermosa morenita de ojos extrañamente verdes.
Los cuatro años de contrato llegaron a su fin. Pero era probable que se lo
extendieran por otros cuatro más.
Este era su lugar en el mundo.
Allí se encontró a sí misma, al amor, a
la paz que no había encontrado en su propio país.
Fue arduo acostumbrarse al cambio y
siempre sintió que algo le faltaba, pero allí estaba lo más completa que se
podía estar. Lloraba cada vez que escuchaba su himno, se alegraba de enseñarle
a Robert a bailar tango, le producía placer homenajear a sus invitados con las
comidas que su madre le cocinó hasta el mismo día de su partida, acostumbró a
sus amigos a reunirse cualquier día de la semana solo para charlar.
Aquí estaba, donde siempre quiso estar. Con el paso del
tiempo su familia aumento y sus integrantes, de variados tonos moreno, unos pocos de tez
clara, algunos de ojos oscuros, otros de ojos aceitunados, formaron una mezcla por demás singular.
Así,
su vida y su historia pasaron de ser un indiferente otoño a una perdurable
primavera.
Dejó su huella en los genes de su
familia y cada mañana de cada día recibía un Bonjour Diana! Y ella
respondía, en un perfecto
francés…..Bonjour Cyprien!
Volvió a su país con motivo de los 80
años de su madre, con su marido y sus
hijos. Causó un gran efecto entre su familia y sus amigos.
Al día siguiente de la reunión familiar, Diana
salió con Robert a recorrer su barrio,
le mostró sus calles, el club donde de niña practicaba algún deporte y se
juntaba con sus amigos, tomaron café en un lugarcito nuevo que Diana no
conocía.
Iban caminando por la calle, una moto se
acercó raudamente, tiró de la cartera de Diana. El efecto fue tremendo, voló
por los aires, la moto la arrastraba hasta que se desprendió de ella golpeando
su cabeza sobre el cordón. Su razón se nubló.
Atónito, perplejo, casi sin hablar,
Robert regresó a París……solo con sus hijos.