
Como todos los viernes, el licenciado Ramiro Méndez,
especialista en terapias grupales, los recibe en su casa.
Sobre la gran mesa del comedor están dispuestas las
tazas a la espera del humeante café que iniciará la sesión.
Cuando los pacientes y el terapeuta se ubican en sus respectivos lugares, hace su ingreso la empleada para servirlo. Realiza el trabajo cuidando los mínimos detalles, pues desea evitar cualquier accidente inoportuno. Se llena de pavor con sólo recordar la última vez que derramó café sobre el mantel. Para colmo, el secreto profesional al que está obligada le impide contar las cosas que allí suceden.
Cuando los pacientes y el terapeuta se ubican en sus respectivos lugares, hace su ingreso la empleada para servirlo. Realiza el trabajo cuidando los mínimos detalles, pues desea evitar cualquier accidente inoportuno. Se llena de pavor con sólo recordar la última vez que derramó café sobre el mantel. Para colmo, el secreto profesional al que está obligada le impide contar las cosas que allí suceden.
Adela tiembla cuando al cerrar la puerta, oye desde la
cocina los primeros golpes en la mesa. Sabe
que no es más que el principio de una sucesión de gritos e injurias que ellos
se intercambiarán buscando liberarse de la furia semanal contenida.
Porque como pudo escuchar en innumerables ocasiones,
el licenciado Méndez les aconseja reprimir los impulsos negativos hacia las personas del “mundo exterior”, tratando de
guardarlos en una “caja blindada” para volcarlos luego durante sus encuentros,
ya sin reservas ni necesidad de contención. De esta forma lograrían cada vez un
mayor dominio ante los estímulos que generan sus ataques de ira.
Aprovechando los efectos excitantes de la cafeína,
comienzan la ronda catártica: un gesto, una palabra, por insignificantes que
parezcan, podrán desencadenar reacciones impensadas quizás para el resto de los mortales. Pero ellos, acostumbrados como están a esa atmósfera
hostil, darán rienda suelta a insultos y puñetazos bajo la experta dirección del “loco Méndez”,
apodo con el que lo señalan sus colegas.
Así es como cada viernes por la noche, al finalizar el
encuentro, los vecinos ven salir de la casa a diez personas de rostro afable,
que saludan y ceden el paso a quienes se cruzan en su camino.
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