jueves, 16 de mayo de 2013

Margarita Rodríguez - Ana no duerme




Su mayor preocupación durante el día era no poder dormir de noche, y… ¡esos dolores! Comienzan con una sensación punzante, que luego se irradia, produciéndole un ardor en todo el brazo. Ese brazo que tantas satisfacciones le diera en su juventud, cuando tomaba la raqueta con la destreza de una amazona empuñando su lanza.
Pero no es solo eso lo que no le permite conciliar el sueño. Con sus sesenta años, aún mantiene el cuerpo erguido y firmes los músculos gracias a que sigue practicando tenis en el club al que representara durante años en torneos nacionales. Los trofeos y diplomas ocupan el lugar más importante en su casa, así como el álbum con fotografías y recortes periodísticos. Las prácticas de los sábados, la mantienen activa y es su oportunidad de reunirse con las pocas amigas que le quedan.
Desde muy temprana edad, su padre la inició en esta actividad, convencido de que la ayudaría con sus problemas de columna. Estos fueron mejorando al desarrollar y dar potencia a sus músculos. También mejoró su autoestima, eso que hace estragos en la pubertad si no se la estimula como es debido. Ana siempre fue muy alta para su edad, y muy delgada. Su condición física y su timidez, la hacían verse cada vez más encorvada. Pero el deporte, altamente competitivo, no solo fortaleció su cuerpo sino también su carácter. Todo para ella era competencia, incluso la relación con su hermana, quién prefería las actividades intelectuales. Los noviazgos no eran duraderos, en parte por los viajes y largas horas de entrenamiento y en parte ´porque para ella, las relaciones sentimentales eran simples conquistas, un trofeo más en la larga lista de sus éxitos.
No podía soportar la estabilidad emocional de su hermana Carmen, dos años mayor que ella.
_No creo que Eduardo te convenga -solía decirle-. Necesitás conocer otros hombres y no quedarte con el primer novio.
Aunque a Carmen se la veía muy enamorada, de alguna forma, la solidez de esa pareja incomodaba a Ana, era algo que tenía que derribar para no sentirse víctima de su propio fracaso.
_Estás abandonando tu desarrollo personal para satisfacer las necesidades de un macho egoísta que solo busca que lo atiendas a él. Si seguís así vas a terminar abandonando tus estudios sólo para quedarte en tu casa criando chicos y vas a extrañar aquello para lo que siempre te preparaste.
Pero Carmen se recibió en Letras, comenzó a hacer docencia e inmediatamente se casó. Ana siguió con sus torneos y exhibiendo sus triunfos. Era la exitosa de la familia, los logros de Carmen, silenciosos, nunca llamaban la atención. Ana quería mucho a su hermana y no quería verla frustrada, llevando una vida tan rutinaria. Pero cuando se cerraba la puerta de su habitación, la que dormía en soledad era ella.
Pasó el tiempo, Carmen ya tenía un hijo de siete años, cuando se le presentó la oportunidad de asistir a un congreso fuera del país. Ana la alentaba:
­_No te lo podés perder, son sólo cuatro días, yo me ocuparé de cuidar a Gaby en tu ausencia. Después de todo es mi único sobrino, andá tranquila.
En el fondo también quería constatar como hubiera sido ella como madre. Se organizaron de tal manera que Eduardo llevaba a su hijo al colegio por la mañana y Ana lo retiraba al mediodía. Lo cuidaba durante la tarde y, a la hora de cenar lo llevaba con su padre. De inmediato, tal vez impulsada por su espíritu de conquista,  quiso probar también cómo le quedaba el papel de esposa. No le fue difícil representar frente al niño el rol de tía cariñosa, que en verdad lo era. Comenzó a ir más temprano a preparar la cena y hasta le contaba cuentos a Gaby para que se duerma, mientras Eduardo lavaba los platos. Al tercer día, viernes a la noche decidió probar también el dormitorio de Carmen, y la madrugada la sorprendió bebiendo café y encendiéndole un cigarrillo a Eduardo.
Por un tiempo la clandestinidad fue su aliada y las competencias su desahogo. No soportaba a Eduardo, pero menos soportaba ver a su hermana feliz, en su mundo de familia y de libros. Se auto engañaba tratando de convencer a Carmen de que su marido no la merecía, claro que se reservó los motivos. Carmen no era ninguna ingenua, percibió la realidad y no le fue difícil desenmascarar el engaño.
Ana nunca se casó, sus torneos se hicieron cada vez más esporádicos y el distanciamiento de la familia, abismal. Hace unos meses le avisaron que su padre estaba padeciendo una grave enfermedad y fue a verlo. Aquel día tuvo oportunidad de cruzarse con Carmen, quien la ignoró como si nunca se hubiesen conocido. El pobre viejo, desde su lecho de muerte le dirigía su última mirada, desprovista del orgullo que otrora le demostrara y cargada de infinita tristeza. Dos días después le dieron sepultura, esa fue la última vez que se cruzó con Carmen y Gaby.

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