Aurora camina con un objetivo fijo, llegar al final del serpenteante sendero que la lleve al destino elegido. Está enredada en una madeja de pensamientos oscuros que le presagian que si dirige la mirada hacia atrás, retorna a casa, eso le induce a pensar y repensar si está tomando el camino correcto. Que esta decisión no le origine desventuras en el futuro.
Imagina a su familia preguntándole la razón de tan drástica decisión, a pesar de que a ella la llena de una felicidad casi al alcance de sus manos. Nadie le impedirá obtener lo que le está dictando la conciencia. Su sombrilla azul la acompaña igual que un raido atado que lleva apretado contra el pecho.
El cielo se rinde a sus pies y entristecido envía desconsoladas nubes plañideras que la acompañan durante la totalidad del recorrido, como imaginando no verla jamás como cuando saltaba los charcos de agua en la niñez.
Los padres al darse cuenta de la huida no imaginan vivir jamás esta aterradora jornada, buscándola en los recovecos más insospechados del pueblo. La angustia los envuelve con rostros desencajados, no dan crédito a tanta desesperación, es como que la tierra se la hubiese tragado. Las huellas se desdibujan con la lluvia, es imposible encontrar donde agarrarse para continuar.
Que pudo suceder para que Aurora se aleje sin dejar siquiera un indicio tras de sí. Intentan repasar las últimas horas vividas, ella no se separaba sin dar aviso sin razones a sus padres.
Dedicaba sus grises y monótonos días cuidando de los animales de la granja, cultivando todo tipo de plantas en la huerta, obteniendo melodiosos acordes del piano de cola, único lujo en sus sencillas existencias, nada más sucedía que viniese a romper la matemática sucesión de los días.
Los padres de Aurora se apersonan al comisariato del valle, ninguna novedad, salen diversas patrullas a rastrillar los cerros, nada de nada, hay que seguir esperando, no hay otra alternativa más que esperar. .
Al año los padres de Aurora reciben correspondencia, con cierta ansiedad observan que la que subscribe es la Priora del Convento Capitalino, para invitarlos a la consagración de Sor Aida, el domingo próximo a las ocho hs. Están más desconcertados que antes, no dan crédito al escrito, pero tienen un triste presagio ¿Será verdad?
Al llegar a la capilla comprueban que habían perdido para siempre a su hija, con angustia descubren que sor Aida, es la adorada Aurora, que ya es mayor y por convicción propia entra al Convento de las Carmelitas Descalzas.
Es el último retrato visual que se llevan, nunca más la volverán a ver, hablarle, abrazarla. Por una pequeña mirilla una mano les entrega un sobre, al abrirlo comprueban que es la foto del día del casamiento de los padres. Aurora se la había llevado ese día en que desapareció, cortando así el último amarre que la unía a este terrenal mundo.

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