La humedad se deposita sobre un
colchón de hojas caducas, acelerando la descomposición. No hay materia que no
ceda a los estragos, son las leyes del reino.
Cora se aleja de la ventana que
da al jardín, toma nota y guarda el papel en una carpeta, dentro del cajón del
escritorio, antes de que sus pensamientos se desvanezcan en el aire. No puede
continuar con su novela; ella sola se metió en un fárrago de conceptos
inconclusos. Extrae la carpeta, dibuja flechas, en cada una de ellas anota
posibles salidas para los protagonistas, pero la trama se cierra obstinada y
todo vuelve a converger en un punto en torno al cual giran las ideas a gran
velocidad, ejerciendo una fuerza centrípeta donde todo a su alrededor se
desvanece.
Ella ve desintegrarse su figura y
ahora sus manos son rayos de energía direccionados hacia ese punto infinito y
remoto. Las escenas y personajes, que tenían la fragilidad del papel, cobran
vida. La casa se transforma, su cuerpo no está allí, sólo es energía pura. No
tiene necesidad de moverse ni de hablar. Las cosas se acomodan solas, ya no la
necesitan.

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