viernes, 14 de junio de 2013

Margarita Rodríguez - La Pastora



La estancia había cedido una franja de sus tierras para la prolongación de uno de los ramales del ferrocarril del oeste, a condición de que construyan allí un apeadero. Las vinculaciones de su dueño con un encumbrado funcionario le facilitó el pedido, de esa manera cumplía con varios objetivos: uno era la mejor comercialización de sus productos, mejor acceso a compra de materiales y el traslado de personal que venía de los pueblos vecinos ya que la intransitabilidad de los accesos, limitaba y retrasaba la productividad de la misma.  La prosperidad del establecimiento como la de los alrededores aumentó notoriamente. El trazado de la línea férrea en esa primera etapa concluía dos pueblos más adelante.
El nombre de la estancia fue puesto en honor de la hija del dueño y pasó a ser de uso frecuente entre vecinos y viajantes. En un cartel de madera puesto al costado de la vía, junto a un pequeño andén podía leerse: “Apeadero La Pastora”.
Cuando la niña creció solía dar largas cabalgatas y descansar  al amparo del bosque  de robles cercano al paso del tren. Empezó a familiarizarse con los rostros que veía a través de la ventanilla, el movimiento diario del apeadero ya lo conocía, como a muchos de los vecinos que usaban este medio de transporte. Periódicamente veía un rostro desconocido, era un hombre joven que seguramente viajaba por negocios a alguna de las estaciones próximas.
Cierto día la sorprendió apeándose del tren, sus miradas se habían cruzado varias veces y se preguntaba si él albergaba el mismo sentimiento de curiosidad e interés con respecto a ella. Creyó encontrar la respuesta al verlo parado en el andén mientras el último vagón se alejaba. El joven caminó hacia ella, se presentó: era viajante de comercio y periódicamente visitaba los pueblos del lugar, ahora que el ferrocarril se había extendido, pudo aumentar él también su cartera de clientes. Le dijo que desde que la vio por primera vez, su imagen lo acompañaba durante la ausencia y que no veía la hora de volver. Que su mirada no le pareció indiferente y por eso descendió, necesitaba conocerla.
Pasaron muchas horas juntos;  él dejó de lado sus ventas por ese día y tomó el tren de regreso a la capital  a las seis de la tarde. Quedaron en que la próxima, ella subiría al tren y lo acompañaría al pueblo.
Así fue la rutina durante algún tiempo, fortuita y clandestina ya que Pastora estaba comprometida con el hijo de otra familia prominente de la zona, pero no creía estar enamorada de él. El joven aprovechó para convencerla de que no tomara decisiones apresuradas, que la amaba con locura pero no tenía un futuro para ofrecerle por el momento ya que  estaba forjando con mucho sacrificio una situación económica digna. La pasión que los envolvió en el bosque y que continuaron en la habitación donde se hospedaba él, nada tenía que ver con realidades y se dejaban llevar en cada encuentro como si fuera el primero y el último.

El gobierno decidió que ese como tantos otros ramales era improductivo y que generaban pérdidas considerables. Sorpresivamente fue levantado el servicio, “el tren dejó de pasar” leyó en el periódico local. Esperó noticias de su amante que nunca llegaron. Fue al pueblo, no le costó demasiado averiguar la procedencia de la mercadería que él vendía y así fue como, recopilando datos, dio con su paradero. Estaba a punto de cruzar la calle y tocar el timbre cuando ve salir de la casa a una pareja con dos niños. Él  los acarició en la mejilla y se despidió de su mujer besándola en los labios. 

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