La estancia había cedido una franja de sus tierras para la
prolongación de uno de los ramales del ferrocarril del oeste, a condición de
que construyan allí un apeadero. Las vinculaciones de su dueño con un
encumbrado funcionario le facilitó el pedido, de esa manera cumplía con varios
objetivos: uno era la mejor comercialización de sus productos, mejor acceso a
compra de materiales y el traslado de personal que venía de los pueblos vecinos
ya que la intransitabilidad de los accesos, limitaba y retrasaba la
productividad de la misma. La
prosperidad del establecimiento como la de los alrededores aumentó
notoriamente. El trazado de la línea férrea en esa primera etapa concluía dos
pueblos más adelante.
El nombre de la estancia fue puesto en honor de la hija del dueño y
pasó a ser de uso frecuente entre vecinos y viajantes. En un cartel de madera
puesto al costado de la vía, junto a un pequeño andén podía leerse: “Apeadero
La Pastora”.
Cuando la niña creció solía dar largas cabalgatas y descansar al amparo del bosque de robles cercano al paso del tren. Empezó a
familiarizarse con los rostros que veía a través de la ventanilla, el
movimiento diario del apeadero ya lo conocía, como a muchos de los vecinos que
usaban este medio de transporte. Periódicamente veía un rostro desconocido, era
un hombre joven que seguramente viajaba por negocios a alguna de las estaciones
próximas.
Cierto día la sorprendió apeándose del tren, sus miradas se habían
cruzado varias veces y se preguntaba si él albergaba el mismo sentimiento de
curiosidad e interés con respecto a ella. Creyó encontrar la respuesta al verlo
parado en el andén mientras el último vagón se alejaba. El joven caminó hacia
ella, se presentó: era viajante de comercio y periódicamente visitaba los
pueblos del lugar, ahora que el ferrocarril se había extendido, pudo aumentar él
también su cartera de clientes. Le dijo que desde que la vio por primera vez,
su imagen lo acompañaba durante la ausencia y que no veía la hora de volver.
Que su mirada no le pareció indiferente y por eso descendió, necesitaba
conocerla.
Pasaron muchas horas juntos; él
dejó de lado sus ventas por ese día y tomó el tren de regreso a la capital a las seis de la tarde. Quedaron en que la
próxima, ella subiría al tren y lo acompañaría al pueblo.
Así fue la rutina durante algún tiempo, fortuita y clandestina ya que
Pastora estaba comprometida con el hijo de otra familia prominente de la zona,
pero no creía estar enamorada de él. El joven aprovechó para convencerla de que
no tomara decisiones apresuradas, que la amaba con locura pero no tenía un
futuro para ofrecerle por el momento ya que
estaba forjando con mucho sacrificio una situación económica digna. La
pasión que los envolvió en el bosque y que continuaron en la habitación donde
se hospedaba él, nada tenía que ver con realidades y se dejaban llevar en cada
encuentro como si fuera el primero y el último.
El gobierno decidió que ese como tantos otros ramales era improductivo
y que generaban pérdidas considerables. Sorpresivamente fue levantado el
servicio, “el tren dejó de pasar” leyó en el periódico local. Esperó noticias
de su amante que nunca llegaron. Fue al pueblo, no le costó demasiado averiguar
la procedencia de la mercadería que él vendía y así fue como, recopilando
datos, dio con su paradero. Estaba a punto de cruzar la calle y tocar el timbre
cuando ve salir de la casa a una pareja con dos niños. Él los acarició en la mejilla y se despidió de
su mujer besándola en los labios.
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