El bocinazo la
hizo despertar sobresaltada, y se bajó del colectivo con un ligero temblor en
el cuerpo.
Hacía calor,
pero tenía ganas de caminar. De a poco fue dejando el centro y casi sin darse
cuenta llegó al barrio de casitas bajas y deterioradas por el paso del tiempo
que conservaban la fachada de estilo inglés. Todas tenían un pequeño terreno al
costado, pero sus dueños parecían haber decidido de común acuerdo dejar el
pasto crecer a su antojo; no se veían plantas ni flores que hicieran pensar lo
contrario. Era la hora de la siesta y sólo sus pasos resonaban en la vereda.
Siguió caminando
bajo el sol, pero empezaba a tener sed y las piernas le pesaban. Divisó a lo
lejos un trayecto con sombra.
Al traspasar la
esquina entró en esa calle y repentinamente se hizo de noche. Los árboles
formaban con sus ramas una trama cerrada, parecían infinitos brazos
entrelazados en un túnel oscuro donde la luz no penetraba. Todo se tornó
negrura y silencio…
Al despertar, lo
primero que ve es una ventana enrejada, y pegada a la suya, otra cama cubierta
con un acolchado blanco. A través de la
puerta le llega un susurro de voces y el aire huele a desinfectantes.
Intenta incorporarse,
pero algo se lo impide. Su mente funciona con lentitud ¿o es su cuerpo el que
no responde? Tarda en comprobar que tiene las muñecas atadas.
Siente la boca
pastosa, pero de a poco va despegando los labios y moviendo la mandíbula. Traga
saliva y lubrica su garganta, preparando el camino para el siguiente paso, como
una autómata. Llama a su madre con una voz que no es la suya y grita con todas
sus fuerzas hasta quedar exánime.
Unos pasos se
acercan y por la puerta entra una mujer con uniforme blanco que se para a su
lado.
Se adormece.
Las imágenes se
le presentan como en una pantalla, ¿son sueños o recuerdos?: está viajando en
colectivo con la frente apoyada contra el vidrio. Algo ha ocurrido, no sabe
bien qué. Mira a los otros pasajeros, pero ninguno repara en ella. Luego se
baja y camina sin rumbo.
La sirena se oye
cada vez más cerca. Su cabeza golpea
contra una camilla y trata de contenerse, pero el cuerpo se sacude a su
antojo sin que pueda dominarlo.
Sus ojos recién
abiertos parpadean hasta adaptarse a la luz. Hay alguien en la otra cama, y una
mirada febril que se enfrenta a la suya
la reconforta.
Se rasca la
cabeza y recién entonces cae en la cuenta de que sus manos están libres.
Se toca el
cuello desnudo; otra vez la cadena quedó en su mesa de luz. La madre tiene
razón, nunca debe olvidarla.

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