martes, 5 de marzo de 2013

Raquel Mizrahi - Un túnel oscuro




El bocinazo la hizo despertar sobresaltada, y se bajó del colectivo con un ligero temblor en el cuerpo.
Hacía calor, pero tenía ganas de caminar. De a poco fue dejando el centro y casi sin darse cuenta llegó al barrio de casitas bajas y deterioradas por el paso del tiempo que conservaban la fachada de estilo inglés. Todas tenían un pequeño terreno al costado, pero sus dueños parecían haber decidido de común acuerdo dejar el pasto crecer a su antojo; no se veían plantas ni flores que hicieran pensar lo contrario. Era la hora de la siesta y  sólo sus pasos resonaban en la vereda.
Siguió caminando bajo el sol, pero empezaba a tener sed y las piernas le pesaban. Divisó a lo lejos un trayecto con sombra.
Al traspasar la esquina entró en esa calle y repentinamente se hizo de noche. Los árboles formaban con sus ramas una trama cerrada, parecían infinitos brazos entrelazados en un túnel oscuro donde la luz no penetraba. Todo se tornó negrura y silencio…

Al despertar, lo primero que ve es una ventana enrejada, y pegada a la suya, otra cama cubierta con un acolchado blanco. A  través de la puerta le llega un susurro de voces y el aire huele a desinfectantes.
Intenta incorporarse, pero algo se lo impide. Su mente funciona con lentitud ¿o es su cuerpo el que no responde? Tarda en comprobar que tiene las muñecas atadas.
Siente la boca pastosa, pero de a poco va despegando los labios y moviendo la mandíbula. Traga saliva y lubrica su garganta, preparando el camino para el siguiente paso, como una autómata. Llama a su madre con una voz que no es la suya y grita con todas sus fuerzas hasta quedar exánime.
Unos pasos se acercan y por la puerta entra una mujer con uniforme blanco que se para a su lado.
Se adormece.

Las imágenes se le presentan como en una pantalla, ¿son sueños o recuerdos?: está viajando en colectivo con la frente apoyada contra el vidrio. Algo ha ocurrido, no sabe bien qué. Mira a los otros pasajeros, pero ninguno repara en ella. Luego se baja y camina sin rumbo.
La sirena se oye cada vez más cerca. Su cabeza golpea  contra una camilla y trata de contenerse, pero el cuerpo se sacude a su antojo sin que pueda dominarlo.

Sus ojos recién abiertos parpadean hasta adaptarse a la luz. Hay alguien en la otra cama, y una mirada febril  que se enfrenta a la suya la reconforta.
Se rasca la cabeza y recién entonces cae en la cuenta de que sus manos están libres. 
Se toca el cuello desnudo; otra vez la cadena quedó en su mesa de luz. La madre tiene razón, nunca debe olvidarla.


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