A mis nietos Bruno, Valen y Simón
Onurb jugaba con sus primos Nelav
y Nomis a orillas del rio Atir. Pertenecían a la tribu Caasi, su pasatiempo
favorito era fabricar una especie de lanzas con las varas de un junco que ellos
llamaban aivlis, que crece en las márgenes de ese rio. Utilizaban estas lanzas
para atrapar pequeños pecesitos de colores que habitan rio arriba, en el lago
Leuqar y que bajan a desovar en su desembocadura, donde los alevinos de esta
especie se desarrollan protegidos por la espesura del follaje del aivlis;
cuando alcanzan la edad adulta remontan el rio Atir para aparearse en el lago
Leuqar. También les divertía jugar a que pertenecían a tribus enemigas y
disputaban sus diferencias arrojando las lanzas. Para ganar se tenía en cuenta
tres aspectos en la competencia: Aquel cuya lanza recorría mayor distancia, la
lanza que realizara una mejor parábola en su trayectoria y, además, la que emitiera el mejor sonido al
desplazarse por el aire. El primer ítem era puramente objetivo, de modo que
bastaba con una simple inspección ocular. En cambio los otros dos eran
subjetivos ya que dependían del gusto de cada uno: estaba prohibido votarse a
sí mismo y cada uno debía expresar a cuál de sus contrincantes prefería, así
siempre obtenían un ganador. De este modo, evitaban el arbitraje, calificándose
entre ellos mismos. Al crepúsculo regresaban a sus chozas, donde Atram, madre
de Onurb los esperaba con cazos que contenían un humeante caldo de granos de
rasec.
Los niños tenían como mascota a una
elefantita a la que llamaron Atiragram.
Los Caasi veneraban a los elefantes. La pequeña paquiderma quedó huérfana a los
pocos meses de nacer y los jóvenes de la tribu, animados por sus padres, se
hicieron cargo de su crianza. Era parte de su educación natural el respeto y
cuidado de las especies con las que convivían.
La madre de Atiragram fue víctima
de cazadores furtivos de una tribu vecina llamada Nitsuga, cuyo líder era
Egroj. Esta tribu vivía al otro lado del monte Arod. Ambas comunidades estaban
en armonía ya que monte y lago las separaban pero, a menudo, los Nitsuga se
internaban en tierras de los Caasi para cazar
elefantes, cuyos colmillos eran codiciados por traficantes europeos.
Anasus, jefe de los Caasi y su gente, sospechaban de los Nitsuga aunque no les resultaba fácil
verlos in fraganti. Del otro lado del monte, el clima no era tan benévolo como
en el valle del río, donde el clan de Anasus hacía mucho tiempo que había
aprendido a pescar y a cosechar su propio alimento. Allá todo era más hostil,
el suelo árido y largos meses de sequía los mantenía hambrientos. Eran
de carácter irascible y solo permitían acercarse a los traficantes, con quienes
intercambiaban el marfil por alimentos. Los Nitsuga veneraban a los monos y, al
igual que estos temían al agua, por lo que evitaban acercarse al lago. Sólo a
los más diestros cazadores, que también eran valientes exploradores, se les
permitía incursionar al otro lado del monte Arod.
Los Caasi eran visitados a menudo
por el profesor Namdlef, quien estaba
interesado en el estudio de los peces de colores que habitaban el lago y que
cada año iban a desovar junto a los aivlis, cuyos alevinos, una vez alcanzada
la adultez, remontaban el río para ir a aparearse nuevamente al lago. En una
oportunidad, el profesor Namdlef llego acompañado de su hijo Reivaj, joven
estudiante de biología, quien se había entusiasmado con las investigaciones de
su padre.
Como cada año, su presencia era
esperada por los Caasi y era motivo de grandes celebraciones. Las mujeres
preparaban suculentos platos con pescado, crustáceos y frutos; se adornaban con plumas de colores y collares
de caracoles. Los hombres preparaban una bebida con granos de rasec fermentados y los niños “vestían” a Atiragram
con flores, hojas verdes y piedritas. A lomo de elefanta fueron a
esperar a los agasajados al amarradero hasta donde llegaron en balsa y los
acompañaron al poblado. Reivaj disfrutó mucho del recibimiento, era la primera
vez que se internaba en la selva para tener contacto con sus habitantes. Después
de cenar bailaron, bebieron rasec y conversaron hasta bien entrada la noche.
Los visitantes fueron advertidos
de las incursiones de los Nitsuga, El profesor tuvo oportunidad de hablarle a
Reivaj de la hostilidad de éstos y de las diferencias vivenciales de ambos
clanes. Lo que siguió a continuación fue una discusión filosófica de ribetes
interesantes, la cual era seguida con atención por todos. Los científicos, si
bien su rama era la biología, comenzaron
a dar su parecer acerca de la naturaleza del hombre. Qué mejor situación que
ésta, para especular sobre la evolución
de las sociedades. Namdlef aseguraba que todas las especies obedecen a un
mandato genético que guía al individuo a desarrollarse lo mejor posible en el
ámbito en el que les tocó crecer, todo está en el genoma. La competitividad es
parte de ese mandato, por lo tanto la agresividad es un factor decisivo para la
defensa del sujeto e interactúa socialmente en base a estos principios, es la
única manera de que las especies puedan prevalecer sobre otras. Reivaj, en
cambio sostenía que el hombre es bueno por naturaleza, la agresión no es innata
y que se desarrolla debido al ambiente: si este es hostil, el ser humano tendrá
pocas posibilidades de evolucionar favorablemente. A esta altura de la
discusión, ya muchos nativos estaban dormidos por los efectos del rasec, padre
e hijo estaban también exhaustos por el viaje y la bebida, concluyendo así la
discusión.
A la mañana siguiente, los
curiosos niños acompañaron a los
científicos hasta el río. Allí comenzaron con sus observaciones, tomaron notas
sobre el hábitat donde desovaban los peces. Hicieron el seguimiento del
desarrollo de los alevinos, lo que les llevaría algún tiempo hasta que éstos
alcanzaran la adultez y maduración necesarias para remontar el río en busca de
las aguas calmas del lago, y así entrar en la etapa de la reproducción. Hacían cálculos aproximados de los nacimientos y de la cantidad de peces que lograban
finalizar la epopeya. Mientras tanto, transcurrían sus días en compañía de los
Caasi que, con gusto les brindaban su hospitalidad. Cierto día Reivaj quiso
conocer a los Nitsuga, y así lo comentó en la tribu. El sabio Anasus le hizo
saber que no tenía ninguna intención de trabar relación con ellos. No obstante,
el joven trató de convencerlos de que un acercamiento pacífico serviría para
conocerlos mejor y, posiblemente entablar una relación de la que ambos pudieran
beneficiarse. Estaba convencido de que podía ofrecerles conocimientos y
herramientas para desarrollarse con mayor productividad y que de esa forma,
disminuirían los niveles de agresividad al poder mejorar su calidad de vida. El
profesor le recordó que su objeto de
estudio era la biología. No vinimos para hacer política- le dijo casi disgustado.
Había logrado durante muchos años desarrollar sus investigaciones gracias a la
complacencia de los Caasi y temía que esto malograra tantos años de trabajo.
Reivaj contagió su entusiasmo
revolucionario a otros jóvenes de la tribu, que no veían peligro en un
acercamiento cauteloso y que, además, intuían que era necesario conocer nuevos horizontes, más allá de los confines
que les habían marcado sus ancestros.
Calcularon que la expedición les
llevaría varias horas, de modo que partieron temprano una mañana. Después de
discutirlo, decidieron que era preferible no llevar sus lanzas de juguetes para
no ser considerados como posibles agresores, no obstante, el joven biólogo
mantuvo consigo un rifle de dardos tranquilizantes, por lo que pudieran
encontrar en el trayecto. Bordearon el río Atir por el sendero que llevaba al
lago Leuqar, el cual se encontraba ubicado en una planicie de la ladera
meridional del monte Arod, por lo que debían caminar en subida en un estrecho
sendero. A lo lejos un elefante barritó, esto les hizo recordar a los
cazadores, pero siguieron adelante. A veces el camino se hacía escarpado y
rocoso. Ya era media mañana cuando se aproximaron al lago, debían rodearlo para
alcanzar la orilla opuesta. Por suerte el nivel del agua era bajo, dejando a su
alrededor una playa de pedregullo salpicada por rocas de diversos tamaños.
Caminaron sin dificultad hasta el otro lado, hasta allí era terreno conocido
para ellos. Se detuvieron a descansar y planearon la estrategia para el avance.
Buscaron un camino de descenso hacia el otro lado del monte. Discutían entre ellos si era conveniente
tomar contacto con los Nitsuga de inmediato o explorar un poco la zona y
dejarlo para próximas excursiones. Decidieron seguir un poco más, descendiendo
por la ladera septentrional del monte. Notaron lo expuestos que estaban, la
exuberante vegetación había desaparecido; la superficie rocosa estaba salpicada
por matorrales bajos y, ante su vista se extendía una extensa pradera de pastos
secos. La sensación de sed era acuciante, tuvieron la precaución de llevar buenas
provisiones de agua y frutas, que comenzaron a ingerir con avidez. Desde lo
alto, más allá de la planicie amarillenta se divisaban algunos montículos aislados
de arboles bajos. Las pocas nubes que lograban cruzar el monte Arod, cuando los
vientos les eran favorables, descargaban su exigua humedad dando crecimiento a
una extraña vegetación. Después rocas y más rocas. Caminaron por la pradera
hasta el montículo más cercano, no sin antes
calcular el tiempo de retorno. A los jóvenes de la tribu los asustó una especie
de griterío que provenía de los arboles. _Son monos, se aventuró a decir
Reivaj; estamos cerca_.
El encuentro fue tan sorpresivo
como inevitable, se habían adentrado demasiado en tierra de los Nitsuga. De
pronto se vieron rodeados por un grupo de jóvenes nativos que los doblaban en
número y cuyas edades no superaban a las de los invasores. Los gritos de aquellos se sumaron a los de los monos que asistían al encuentro parapetados en las
copas de los árboles. Los cazadores estaban tan sorprendidos y asustados como el grupo que
acababa de llegar, pero ostentaban sus jabalinas, únicas armas disponibles,
dando muestras de que estaban dispuestos a defender sus dominios. Solo el rifle
de Reivaj los detuvo de un ataque seguro. Conocían muy bien el poder de ese
elemento, que los traficantes con los
que comerciaban siempre traían consigo. Además, si bien los doblaban en número,
la estatura y el aspecto saludable de los intrusos los hacía sentir en
desventaja. Reivaj alzó los brazos en señal de paz, sin soltar el rifle. Los
otros bajaron las jabalinas, los jóvenes Caasi imitaron a Reivaj. Luego el
estudiante abrió su alforja, sacó unos frutos, se llevo uno a la boca y ofreció
el resto a los bravos exploradores.
Así tuvo lugar el primer encuentro cara a cara entre los integrantes
de ambas tribus vecinas.
Margarita
Rodríguez