Elegí la casa
por la enredadera. Fue lo primero que ví ni bien traspuse la reja, y me llamó
la atención que de sus tallos, como finos caños de cobre, brotaran esas hojas acorazonadas que parecían cortadas con un molde.
Trepaban por la columna hasta la pared del primer piso enmarcando la ventana
del cuarto a la perfección.
Me mudé en
verano y era un placer asomar la cabeza por la mañana para contemplar ese
pequeño espectáculo de la naturaleza.
Pero lo más
notable fue comprobar la forma en que se multiplicaba, porque pasados unos
días ya las hojas tapizaban todo el alféizar superando el borde de la ventana,
con lo cual me veía impedido de cerrarla para encender el aire acondicionado.
Esa noche el calor
se había vuelto insoportable. Implorando que corriera un poco de aire fresco, me
acerqué a la ventana y descubrí que las ramas colgaban hacia la pared de la
habitación.
Era curioso, en
una semana de vivir en esa casa admirando la enredadera, jamás había tocado
ninguna de sus hojas. Pero ellas tomaron
la iniciativa: primero con un suave roce de su piel sobre mis muslos y después, con sus carnosos
cuerpos subiendo por mis piernas hasta invadirlo todo.
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