Sale a jugar al
patio como todas las tardes. Pone una maceta a cada lado y patea hacia el arco aclamado
por la tribuna. Nada distrae su
atención, concentrada en el ir y venir de la pelota. La madre lo mira desde la
cocina, pero él no permite que invada su territorio mientras dura el juego.
Con los ruidos
de tazas y cucharas se le agota el tiempo de descuento y sus cortas piernas se mueven
como los dedos de un titiritero.
Hace el último
gol, acomoda las macetas y guarda la pelotita en el bolsillo.
Mientras gira la cuchara, los aplausos se apagan en el remolino de café con leche.
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