Vanesa entró al
edificio de la calle Paraguay al 700 a las diez en punto. Su figura y su lacio cabello negro eran el centro de atención de
todas las miradas masculinas. Estaba espléndida con la blusa blanca de broderie y ese trajecito verde claro que le sentaba
tan bien. Caminaba con soltura y seguridad a pesar de los zapatos con taco aguja y el voluminoso
maletín que cargaba.
Con pasos rápidos se
dirigió al ascensor. Pese a su juventud, acababa de cumplir treinta años, había
logrado hacerse de una posición con mucho esfuerzo y dedicación.
Dos meses atrás comenzó
a tomar clases de yoga para controlar el estrés. Quienes la conocían podían darse cuenta de
los sutiles cambios operados en su personalidad y en la profundidad de su mirada
serena y traslúcida. El cambio de estación también contribuía a que se sintiese renovada ya que la
primavera comenzaba con unos días espléndidos. En suma estaba radiante.
Presionó el botón del
quinto piso. Esta vez no podrá almorzar con sus compañeros como solían hacerlo
porque iba a estar muy ocupada completando una demanda, ya que a las tres de la
tarde debía encontrarse con un cliente para ir a Tribunales. Cuando se abrió la
puerta del ascensor se instaló rápidamente en su interior.
Estuvo en el estudio
hasta bien pasado el mediodía concentrada en el trabajo que debía concluir.
Después bebió un yogurt, comió un par de galletitas y se dirigió al baño para arreglarse antes de
salir nuevamente a la calle. Recogió el expediente, se despidió del resto y salió
con su maletín.
En la planta baja el
hall bullía de gente que entraba y salía ordenadamente por la puerta giratoria.
Se encaminó hacia la salida mientras repasaba los detalles del caso. Absorta en
sus pensamientos colocó la mano en la
puerta y la empujó suavemente.
Del otro lado la
esperaba una adolescente que no tendría más de dieciséis o diecisiete años.
Vanesa le pidió permiso porque le obstruía el paso, pero la joven no se corrió.
“la estoy esperando a usted” le dijo. Se escuchó a sí misma respondiendo “no te
conozco, discúlpame pero estoy apurada”. Empezó a tomar conciencia de lo
extraño de la situación: la chica llevaba una vestimenta que le pareció como de
arpillera, iba descalza, su tez era morena y llevaba el cabello peinado con dos
trenzas que le caían por delante del pecho hasta la cintura. Desvió la mirada
para comprender mejor el entorno y descubrió que solo había pasto sobre una inmensa llanura y árboles a
lo lejos. El viento traía el murmullo de lo que parecía ser un arroyo.
Asustada volvió sobre
sus pasos y se apoyó contra la pared, tenía la respiración
entrecortada. Vio que otras personas entraban y salían del edificio con sus
maletines y celulares como si nada
hubiera pasado. Avergonzada por lo
ridículo de la situación miró a través de los cristales de la puerta. Afuera
todo era normal: el tránsito circulaba por la ruidosa avenida, oyó las bocinas.
La vereda estaba atestada de gente que iba y venía.
Trató de pegarse a
alguien que estaba por salir, pero no había espacio para dos, esperó su turno e
intentó nuevamente. Al llegar al exterior otra vez oyó el murmullo del viento.
Esta vez la chica estaba sentada a un costado sobre una piedra mirando sus pies
desnudos, más allá la inmensidad.
Vanesa entró al
edificio con el corazón en la boca. Subió corriendo la escalera pensando espiar
por alguna de las ventanas del primer piso aunque intuyó que el vidrio le
devolvería la misma imagen de normalidad que la puerta giratoria. No se
equivocaba. Sin parar de correr subió hasta la terraza. Extenuada y jadeante se
detuvo tratando de recuperar el aire. Al
asomarse vio la llanura. Desde esa altura logró divisar un pequeño arroyo que
serpenteaba detrás de los árboles. Se asomó aún más y la vio, diminuta, seguía
esperándola.
Pensó en pedir ayuda, pero
¡Quién le creería! Además nadie podría ayudarla, se había dado cuenta que sólo
ella estaba inmersa en esta irrealidad. Las demás personas parecían vivir sus
vidas normalmente.
Se acuclilló lentamente
hasta sentarse en el piso y trató de ordenar sus pensamientos. Puso en práctica
algunas de las técnicas aprendidas en sus clases de yoga. Se relajó, inspiró
profundamente y exhaló el aire, así varias veces. Las imágenes de los últimos
minutos pasaban caóticas por su mente hasta que poco a poco se fueron ordenando y
empezaron a cobrar sentido. Reconoció a
la muchacha. ¡Cómo era posible! Recordó haberla visto en una fotografía que su
abuela materna le mostró poco antes de morir, cuando Vanesa aún era una
niña.
Muchas cosas pasaron
por su cabeza. Ese viaje a Europa que estaba planeando desde hacía un tiempo.
Le entusiasmaba la idea de conocer los pueblos
de los que era oriunda la familia. Por sus venas corría sangre italiana,
española y hasta francesa. Recordaba con cariño como su abuelo materno le
hablaba siempre de Calabria, le encantaba ver las postales que de vez en cuando
recibían de los tíos de Italia. Sus
abuelos paternos eran españoles, de Galicia y Andalucía . De ellos heredó la
gracia y esa personalidad pertinaz que la ayudó a sentirse importante en la
vida. Estaba orgullosa de pertenecer a una familia numerosa. Con sus hermanos y
primos compartió una infancia verdaderamente feliz y aún seguían siendo muy buenos compañeros.
Poco a poco fue
retrocediendo en sus recuerdos de la mano de sus vivencias, la juventud, la
adolescencia, la infancia. Se detuvo al pensar lo bien que se llevaban los
padres de su mamá. Él era recio y temperamental y ella dulce y sumisa, pero se
querían mucho. Nunca conoció la historia de su abuela antes de casarse. De eso
no se hablaba, solo esa foto que le mostró apretando los labios, ¡ahora se daba
cuenta!, con ganas de decir muchas cosas. Pero con el tiempo esa anécdota había quedado sepultada en el olvido.
Pasó buena parte de la
tarde allí, en la terraza, el aire fresco que se colaba entre los edificios la
sacó de sus pensamientos, devolviéndola a la realidad. Por un momento creyó que
se había quedado dormida y que todo había sido un sueño, pero al asomarse
nuevamente por la barandilla volvió a
verla.
Era su tatarabuela, nieta
a su vez, de un cacique guaraní reconocido entre su gente por su bravura y
sabiduría en los tiempos en que aún se podía cazar.
Tomo una decisión, entendió
que debía encontrarse con su pasado, la sangre la llamaba. Salió de la terraza
y se dirigió a la planta baja, caminó los metros que la separaban de la puerta
giratoria, se aferró a ésta con firmeza y salió.
Se miraron y juntas
caminaron por la pradera. Así supo del
atropello y la opresión del hombre blanco para con la gran nación guaraní,
sometiéndolos hasta la sumisión. Sin embargo uno se había enamorado de esa niña
y el amor fue mutuo. La vida les regaló muchos hijos y nietos, la abuela de
Vanesa había sido la menor de estos.
La muchacha le contó
cuan dichosa había sido junto a su
hombre y como lograron formar una hermosa familia en aquella época tan difícil,
pero aún debía honrar a sus ancestros
¿Cómo olvidarse de su origen? Le explicó a su modo, con simples palabras que aún en estos tiempos modernos
siguen siendo víctimas del desplazamiento, la desculturización y la degradación ambiental. “No podemos vivir
sin la tierra y ella sin nuestro pueblo,
formamos un único cuerpo” le dijo angustiada.
La joven abogada no
necesitó oír más, cada célula de su cuerpo lo comprendía. Deseaba poder seguir
conversando para llenar esos huecos de su propia historia pero sabía que
tendrían que despedirse. Se tomaron de la mano, juntas emprendieron el retorno
hasta la puerta giratoria y luego se fundieron en un largo abrazo. Después Vanesa
entró al edificio.
Canceló la entrevista
pidiendo mil disculpas. No comentó nada con nadie. Se sentó en su escritorio y
pasó varias horas frente a la computadora. Cuando emprendió el regreso a su
hogar saludó como de costumbre, salió a la calle y paró un taxi. Había decidido
asistir al encuentro que se iba a realizar en Porto Alegre al que concurrirían
representantes de la etnia guaraní. Al día siguiente reservó su pasaje.