sábado, 15 de marzo de 2014

Margarita Rodríguez - La puerta giratoria



Vanesa entró al edificio de la calle Paraguay al 700 a las diez en punto. Su  figura y su lacio  cabello negro eran el centro de atención de todas las miradas masculinas. Estaba espléndida con la blusa blanca de broderie  y ese trajecito verde claro que le sentaba tan bien. Caminaba con soltura y seguridad a pesar  de los zapatos con taco aguja y el voluminoso maletín que cargaba.
Con pasos rápidos se dirigió al ascensor. Pese a su juventud, acababa de cumplir treinta años, había logrado hacerse de una posición con mucho esfuerzo y dedicación.
Dos meses atrás comenzó a tomar clases de yoga para controlar el estrés.  Quienes la conocían podían darse cuenta de los sutiles cambios operados en su personalidad y en la profundidad de su mirada serena y traslúcida. El cambio de estación también contribuía  a que se sintiese renovada ya que la primavera comenzaba con unos días espléndidos. En suma estaba  radiante.

Presionó el botón del quinto piso. Esta vez no podrá almorzar con sus compañeros como solían hacerlo porque iba a estar muy ocupada completando una demanda, ya que a las tres de la tarde debía encontrarse con un cliente para ir a Tribunales. Cuando se abrió la puerta del ascensor se instaló rápidamente en su interior.
Estuvo en el estudio hasta bien pasado el mediodía concentrada en el trabajo que debía concluir. Después bebió un yogurt, comió un par de galletitas  y se dirigió al baño para arreglarse antes de salir nuevamente a la calle. Recogió el expediente, se despidió del resto y salió con su maletín.
En la planta baja el hall bullía de gente que entraba y salía ordenadamente por la puerta giratoria. Se encaminó hacia la salida mientras repasaba los detalles del caso. Absorta en sus pensamientos colocó  la mano en la puerta y la empujó suavemente.
Del otro lado la esperaba una adolescente que no tendría más de dieciséis o diecisiete años. Vanesa le pidió permiso porque le obstruía el paso, pero la joven no se corrió. “la estoy esperando a usted” le dijo. Se escuchó a sí misma respondiendo “no te conozco, discúlpame pero estoy apurada”. Empezó a tomar conciencia de lo extraño de la situación: la chica llevaba una vestimenta que le pareció como de arpillera, iba descalza, su tez era morena y llevaba el cabello peinado con dos trenzas que le caían por delante del pecho hasta la cintura. Desvió la mirada para comprender mejor el entorno y  descubrió que solo había  pasto sobre una inmensa llanura y árboles a lo lejos. El viento traía el murmullo de lo que parecía ser un arroyo.
Asustada volvió sobre sus pasos y se  apoyó  contra la pared, tenía la respiración entrecortada. Vio que otras personas entraban y salían del edificio con sus maletines  y celulares como si nada hubiera  pasado. Avergonzada por lo ridículo de la situación miró a través de los cristales de la puerta. Afuera todo era normal: el tránsito circulaba por la ruidosa avenida, oyó las bocinas. La vereda estaba atestada de gente que iba y venía.
Trató de pegarse a alguien que estaba por salir, pero no había espacio para dos, esperó su turno e intentó nuevamente. Al llegar al exterior otra vez oyó el murmullo del viento. Esta vez la chica estaba sentada a un costado sobre una piedra mirando sus pies desnudos, más allá la inmensidad.
Vanesa entró al edificio con el corazón en la boca. Subió corriendo la escalera pensando espiar por alguna de las ventanas del primer piso aunque intuyó que el vidrio le devolvería la misma imagen de normalidad que la puerta giratoria. No se equivocaba. Sin parar de correr subió hasta la terraza. Extenuada y jadeante se detuvo tratando de  recuperar el aire. Al asomarse vio la llanura. Desde esa altura logró divisar un pequeño arroyo que serpenteaba detrás de los árboles. Se asomó aún más y la vio, diminuta, seguía esperándola.
Pensó en pedir ayuda, pero ¡Quién le creería! Además nadie podría ayudarla, se había dado cuenta que sólo ella estaba inmersa en esta irrealidad. Las demás personas parecían vivir sus vidas normalmente.
Se acuclilló lentamente hasta sentarse en el piso y trató de ordenar sus pensamientos. Puso en práctica algunas de las técnicas aprendidas en sus clases de yoga. Se relajó, inspiró profundamente y exhaló el aire, así varias veces. Las imágenes de los últimos minutos pasaban  caóticas por su mente  hasta que poco a poco se fueron ordenando y empezaron a cobrar sentido.  Reconoció a la muchacha. ¡Cómo era posible! Recordó haberla visto en una fotografía que su abuela  materna le mostró  poco antes de morir, cuando Vanesa aún era una niña.
Muchas cosas pasaron por su cabeza. Ese viaje a Europa que estaba planeando desde hacía un tiempo. Le entusiasmaba la idea de conocer los pueblos  de los que era oriunda la familia. Por sus venas corría sangre italiana, española y hasta francesa. Recordaba con cariño como su abuelo materno le hablaba siempre de Calabria, le encantaba ver las postales que de vez en cuando recibían de los tíos  de Italia. Sus abuelos paternos eran españoles, de Galicia y Andalucía . De ellos heredó la gracia y esa personalidad pertinaz que la ayudó a sentirse importante en la vida. Estaba orgullosa de pertenecer a una familia numerosa. Con sus hermanos y primos compartió una infancia verdaderamente feliz  y aún seguían siendo muy buenos compañeros.
Poco a poco fue retrocediendo en sus recuerdos de la mano de sus vivencias, la juventud, la adolescencia, la infancia. Se detuvo al pensar lo bien que se llevaban los padres de su mamá. Él era recio y temperamental y ella dulce y sumisa, pero se querían mucho. Nunca conoció la historia de su abuela antes de casarse. De eso no se hablaba, solo esa foto que le mostró apretando los labios, ¡ahora se daba cuenta!, con ganas de decir muchas cosas. Pero con el tiempo esa anécdota  había quedado sepultada  en el olvido.
Pasó buena parte de la tarde allí, en la terraza, el aire fresco que se colaba entre los edificios la sacó de sus pensamientos, devolviéndola a la realidad. Por un momento creyó que se había quedado dormida y que todo había sido un sueño, pero al asomarse nuevamente por la barandilla  volvió a verla.
Era su tatarabuela, nieta a su vez, de un cacique guaraní reconocido entre su gente por su bravura y sabiduría en los tiempos en que aún se podía cazar. 
Tomo una decisión, entendió que debía encontrarse con su pasado, la sangre la llamaba. Salió de la terraza y se dirigió a la planta baja, caminó los metros que la separaban de la puerta giratoria, se aferró a ésta con firmeza y salió.
Se miraron y juntas caminaron por la pradera.  Así supo del atropello y la opresión del hombre blanco para con la gran nación guaraní, sometiéndolos hasta la sumisión. Sin embargo uno se había enamorado de esa niña y el amor fue mutuo. La vida les regaló muchos hijos y nietos, la abuela de Vanesa había sido la menor de estos.
La muchacha le contó cuan dichosa  había sido junto a su hombre y como lograron formar una hermosa familia en aquella época tan difícil, pero  aún debía honrar a sus ancestros ¿Cómo olvidarse de su origen? Le explicó a su modo, con simples  palabras que aún en estos tiempos modernos siguen siendo víctimas del desplazamiento, la desculturización  y la degradación ambiental. “No podemos vivir sin la tierra y ella  sin nuestro pueblo, formamos un único cuerpo” le dijo angustiada.
La joven abogada no necesitó oír más, cada célula de su cuerpo lo comprendía. Deseaba poder seguir conversando para llenar esos huecos de su propia historia pero sabía que tendrían que despedirse. Se tomaron de la mano, juntas emprendieron el retorno hasta la puerta giratoria y luego se fundieron en un largo abrazo. Después Vanesa entró al edificio.

Canceló la entrevista pidiendo mil disculpas. No comentó nada con nadie. Se sentó en su escritorio y pasó varias horas frente a la computadora. Cuando emprendió el regreso a su hogar saludó como de costumbre, salió a la calle y paró un taxi. Había decidido asistir al encuentro que se iba a realizar en Porto Alegre al que concurrirían representantes de la etnia guaraní. Al día siguiente reservó su pasaje.

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