Mortencio despertó temprano como todos los
días. Era el sepulturero de “Arroyo tieso”, un pueblito ubicado “donde el diablo
perdió el poncho”, como dicen; mantenía el cementerio arreglado como un
jardín, no sólo se encargaba de enterrar
a los difuntos, antes de los velorios
los preparaba para la ocasión; para esto contaba con una variedad de
maquillajes, ropas apropiadas, y hasta algunas veces les pintaba las uñas a las
damas.
Eran como las diez, cuando le avisaron de
la muerte de doña Santina, la curandera del pueblo. Ella “tiraba el cuerito”,
curaba el mal de ojos, la culebrilla, lombrices y si era necesario arreglaba
algún que otro hueso.
Para muchos tenía unos ochenta y tantos, pero otros aseguraban que ya
había pasado los cien.
Vistió a la doña con un traje azul, de
cuello blanco, enroscó la trenza de su cabello alrededor de su cabeza, todo con
sumo cuidado; dedicado a estos menesteres, de pronto vio que la vieja abrió los ojos. Su susto fue tal que quedó tieso
junto al cajón, sin darse cuenta de que se trataba de una contracción
muscular.
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