Las flores amarillas de los lirios
que tapizan el bañado asomaban tímidamente anunciando el comienzo de la
primavera. En pocos días, los botones de oro se multiplicarían destacando sobre
el verde del alto follaje.
Sobre la autopista Marcela llenaba sus pulmones con
el aire que trae la brisa del rio, a través de la ventanilla abierta de la
combi, antes de sumergirse en el caos de la gran ciudad.
Sus pensamientos se perdían
en el paisaje modesto del sur. Algunos ceibos, con sus flores como lágrimas
de sangre, emergían entre la espesura de
los lirios. Más allá una barrera, impenetrable a las miradas, de sauces, encinas
y espinillos anunciaba la proximidad de
la costa.
El departamento que alquila en
Berazategui, al fondo de un largo pasillo, con un patiecito interno de dos por
dos, le brinda una escasa luz natural. Sin embargo ella se las ingenia para
cultivar sus plantas en macetas
estratégicamente colocadas en ese pequeño cubo de cemento. Ama la naturaleza y en el trayecto diario hasta su trabajo se permite
disfrutarla.
Una mañana su rutinario viaje se vio alterado por algo que la
estremeció. Las maquinarias llegaron sin previo aviso. El ruidoso ajetreo de
topadoras y palas mecánicas vomitando toneladas de tierra estaban desbastando aquel lugar. La construcción de un seguro y coqueto barrio privado estaba
comenzando.
Solo era el comienzo, pero semejante comienzo
daba poco lugar a dudas sobre el resultado final. Marcela estaba informada y
sabía que esta tendencia crecía en detrimento de la flora y fauna autóctona ya
que muy pocas veces se tenía en cuenta el impacto ambiental a la hora de
realizar pingües negocios inmobiliarios.
Sintió que la vasta
hondonada que bordea la autopista
dejaría de ser un deleite a los ojos de muchos
para ser el disfrute de unos pocos. Y la invadió la tristeza.

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