viernes, 10 de enero de 2014

Susana Abbatantuono - Ana no duerme



   
    El,  llegó tarde esa noche de la oficina como tantas otras, pero esta vez estaba dispuesto a reconquistarla.
   La mesa está servida,, la comida ya fría sin haber sido tocada; y allá en el sillón del líving, seguro acurrucada estará ella, esperando como siempre,  en la semi penumbra, con una música suave inundando la estancia, sin reproches, con los ojos cuajados de cristales y las manos vacías de caricias.
   No se animó a mirarla, se sentó despacio en el suelo detrás  del sofá.
--Perdóname mi amor, yo se que es muy tarde, que otra vez, tu espera fue en vano. Te prometo que todo va a cambiar, se de tu desvelo, de tu desesperanza. Muchas veces he visto tus huellas en la playa y el corazón roto dibujado en la arena. Hoy he seguido el camino de tus pasos y dibujé un corazón entrelazado al tuyo.
   Ya no mas trasnochadas en la oficina, ni trabajo en casa. Te traje esas rosas que tanto te gustan, y he llenado de pétalos la cama. Desde ahora, las mañanas nos verán abrazados soñando días nuevos y tejiendo esperanzas.
  
  ¿ No me hablas?, comprendo que sigas enojada, quizás estés dormida y no escuchaste mis palabras…
Se acerca lentamente tratando de abrazarla, pero Ana no duerme.

 Ana busca sus sueños en el fondo del mar.

                           

jueves, 2 de enero de 2014

Susana Abbatantuono - El sepulturero



    Mortencio despertó temprano como todos los días. Era el sepulturero de “Arroyo tieso”, un pueblito ubicado “donde el diablo perdió el poncho”, como dicen; mantenía el cementerio arreglado como un jardín,  no sólo se encargaba de enterrar a los difuntos,  antes de los velorios los preparaba para la ocasión; para esto contaba con una variedad de maquillajes, ropas apropiadas, y hasta algunas veces les pintaba las uñas a las damas.
   
    Eran como las diez, cuando le avisaron de la muerte de doña Santina, la curandera del pueblo. Ella “tiraba el cuerito”, curaba el mal de ojos, la culebrilla, lombrices y si era necesario arreglaba algún que otro hueso.
  Para muchos tenía unos ochenta y tantos, pero otros aseguraban que ya había pasado los cien.
    Vistió a la doña con un traje azul, de cuello blanco, enroscó la trenza de su cabello alrededor de su cabeza, todo con sumo cuidado; dedicado a estos menesteres,  de pronto vio que la vieja abrió los ojos. Su susto fue tal que quedó tieso junto al cajón, sin darse cuenta de que se trataba de una contracción muscular.