Ustedes dirán ¿y a nosotros qué?, a nosotros no nos compete, ni afecta, esto es vuestra mochila. Pero es la que yo vengo cargando desde hace años, desde el confín de mis primeros pasos por este mundo, quizás antes de que tenga uso de razón y me dolió darme cuenta de que ya no volvería a vivir como lo había hecho hasta entonces.
La abuela no tocaría jamás la puerta de casa ni abriría los brazos para rodearnos, darnos un ruidoso beso en la frente y decirnos musicales palabras como solo ella sabía, extrañaríamos la llegada del tío cura, de carismática, distante mirada hacia sus sobrinas y tan confianzuda para con sus sobrinos.
Ya no vendría más la befana los seis de enero a dejarnos las tan codiciadas sorpresas, ni jugaríamos en el patio del frente de nuestra casa los primeros de noviembre, día de los muertos, no tiraríamos por lo alto dulces alegóricos y verlos caer contra las baldosas hechos trizas, para recién allí abrir los paquetitos que contenían esas codiciadas figuras y saborearlas.
Por más que esperara ya no volverían esos días en que papá, cargándome en su bicicleta, me llevara a ver como recolectaban las deliciosas moras o cerezas, previo tendido bajo del umbroso árbol de una gran sabana, para que contenga la exquisita carga que caía al más mínimo movimiento de las ramas.
No iríamos más a hacer las divertidas caminatas a lo largo de la amplia marina Garibaldi, que se extiende en gran parte de mi ciudad natal Milazzo, ni correríamos junto a nuestros hermanos a ver quien llegaba antes frente a la casa de la abuela materna, para recibir como premio un chocolatín.
Ya no volveríamos a entrar a nuestra casa, ni corretear en torno a la mesa del gran comedor, ni sentarnos más en los mullidos sillones del living, ni ver desde la cocina los jazmines que pendían, ni treparíamos jamás a la higuera del fondo para comer a escondidas los higos maduros.
Tampoco volveríamos a tener una tarde de sano disfrute familiar, de las claras aguas del mar Mediterráneo. Ese sabor a sal, con suave y adormecedor oleaje y refrescante brisa en los calurosos días del estío, playa de piedritas de colores, que nos hacía jugar con nuestros hermanitos, para ver quien conseguía la más brillante, colorida, grande y llamativa y correr presuroso a mostrarle a mamá, que distendida conversaba con papá, cerca nuestro y como nunca los volvería a ver.
Desde hace años me invaden imágenes, vivencias, voces, gritos, llantos y a veces también risas.
¡Qué fatal es el desarraigo de cualquier núcleo familiar, cuantos duelos es necesario hacer para que nuestro espíritu viva en paz con uno mismo! Creo que a quien no ha pasado por este trance, no tiene ni la más pálida idea de lo que es sufrir, amar y odiar al mismo tiempo, sentir resentimientos, peleas y furias ¿A qué cosa? si, a cosas que uno tiene guardado en el interior y salen a pasear de la mente y juegan al tira y afloje, para ver cuales salen fortalecidas.
Cuantos recuerdos, olores y sabores, quedaron guardados en el fondo de mí ser, que afloraron en charlas, o textos que fueron calmando tanta angustia contenida en lo más hondo del tiempo.
Los fui desgranando de a poco, como quien no quiere ser vista y pasar inadvertida, con timidez al comienzo y a borbotones después, saboreándolos, gustosamente o doliéndome como un parto, al darme cuenta que no tenía porque sentirme mal, ni vergüenza de que otros conocieran mi origen y mi historia. ¡Si, con franqueza, tenía deseos de contarla o leerla algún día!
Vida de inmigrante, dura, difícil para su integración a una sociedad que funciona de otra manera, con otros parámetros y reglas, costumbres, idioma, música, ciudades, idiosincrasia, forma de pensar, festividades, actos escolares, próceres...
Con mis cinco añitos indudablemente no me pude adaptar rápidamente, me sentía humillada y segregada a pesar de que el color de mi piel y credo coincidía al de la mayoría de los habitantes de este país.
Muchos dirán -es mentira-, pero sí me sentí aislada en mi infancia y adolescencia, quizá culpa de que mis mayores no supieron como canalizar mis ansiedades, para que esa brecha desapareciera
Fue necesario ir a la facultad, para que me hiciera perder de a poco ese pesado lastre que aun llevaba a cuestas.
Triste y cruel verdad que guardé conmigo, parecía que decir que era italiana, era mala palabra, y si se enteraban que era siciliana: peor, era como sentir que mil ojos se posaban en mí señalándome y culpándome de delincuencia y mafia.
Después de pisar Sicilia con cuarenta y ocho años de ausencia de mi tierra natal, que mirada diferente tengo de la isla más grande de Italia y de todo el Mediterráneo.
Isla codiciada por casi todas las civilizaciones que navegaron sus mares, lugar apreciado por ser un enclave para la dominación y donde dejaron como herencia sus improntas en Castillos, teatros griegos-romanos, con reminiscencias sarracenas, castellanas, francesas.
Museos que deleitan la vista y te llenan de un bagaje cultural maravilloso y pensar “yo no lo sabía” como para poder defenestrar a quienes me atormentaban.
Circos y teatros que hoy son visitados por miles de turistas de todo el mundo cada día, verlos felices de compartir esa milenaria cultura, valorar ese incalculable material que atesoran esas obras de arte tan cuidadas, que van siendo desenterradas y desempolvadas con pincelitos, como si fueran bebés a los que van acariciando los arqueólogos, como verdaderas reliquias que son y para que puedan ser admiradas por miles de años más y “yo no lo sabía”.
Quisiera tratar de recordar ese triste y emotivo instante cuando mamá, le contó a la abuela y a los tíos que nos iríamos a vivir muy lejos y para siempre, tan lejos como pensar de que no nos veríamos más, que no nos escucharíamos, abrazaríamos, ni jugaríamos más con los primos, tíos, abuela, no compartiríamos la gran mesa familiar, no habría navidades, ni fin de años, ni cumpleaños, ni santos, ni aniversarios, ni festividades religiosas, ni ir al puerto, ni marina Garibaldi, ni playa, ni ir a juntar moras, ni ir en bicicleta con papá a Santa Marina, donde se encontraba la iglesia destinada a servir nuestro tío, ni amistades, ni escuchar ese dulce idioma nativo.
También tuve curiosidad de retornar a Génova, ese gran puerto italiano, mudo testigo de tantas partidas, de tantas separaciones de seres queridos, los unos que quedaban en los muelles, escuchando los ensordecedores rugidos de las sirenas de los barcos alejándose, hasta ver desaparecer sus imágenes en el fondo del horizonte y los otros desde las embarcaciones ver como se desdibujaban en la distancia, las imágenes de miles de rostros y brazos, que con los pañuelos en alto despidiéndose desde el muelle a sus más caros seres familiares.
Puerto de fantasías, de frustraciones y desencuentros, tus paredes oscuras, tus barcos, tus museos, me trajeron reminiscencias de la niñez, quisiera sentirme cobijada en tus brazos madre, pero estoy parada junto a mi esposo y me aferro a él, para que los transeúntes no invadan, ni perturben en ese instante mi congoja. ¿Cómo habrá sido ese penoso viaje hasta Génova?
En estos momentos tengo entre mis manos la foto familiar, sacada en ocasión del pronto viaje de nuestro padre a Argentina, de esta forma se llevaría junto a el, la última imagen de esa familia que había formado y que extrañaría tanto en la distancia y trabajaría tremendamente, para poder reunirse con ella al año siguiente.
Miro y remiro, esa fotografía, quisiera entrar en ella, quedarme dentro y hacer que recobre vida, revivir siquiera un instante, de esos momentos vividos, pienso en como mamá nos vestía tan pulcramente y primorosamente, ella también tan arreglada, que solo después de muchos años recuperó esa forma de estar tan bien, papa impecable de traje, corbata y que solemnemente reservaba, a ocasiones extraordinarias
Quisiera decirte querido padre, que me escuches y vuelvas a analizar siquiera una vez más este tremendo paso al abismo que estas por dar, que todo lo vivido desde que has nacido, lo perderás como un soplido del viento, tu trabajo, clientes, casa, barrio, pueblo, amistades, parientes, habrá arrepentimiento, sinsabores, sacrificios, mucha pena y pesares. ¿Valdrá la pena alejarse tanto de tus más caros ensueños?, te irás muy lejos, y nos llevarás contigo y ese pesado lastre que dejas en tu suelo, ¿Quién podrá tomarlo y alivianarlo tirando una a una cada amargura?
Inclusive creo que no pensaste ni presagiaste las noches de insomnio que vendrían y los gruesos nubarrones que aparecerían en tu relación con mamá.
Tampoco imaginaste el terrible esfuerzo de llevar adelante el hogar, sin el aporte valioso que era la ayuda de la abuela y del tío cura, respecto a la familia numerosa que formaste.
Inocentemente creíste que tus familiares ya establecidos aquí, te darían una mano, pero en cambio fuimos recibidos con frialdad o seguramente los problemas de ellos no dejaban ningún vestigio de acercamiento, lo cual dificultó todo lo que tenías planeado.
Viaje a lo incierto, realidad desconocida, dura fue por donde se mire, pero esa titánica aventura, la hiciste, fue posible y repetida por innumerables connacionales tuyos, de los más remotos parajes europeos, esa diáspora por mejorar la condición de vida post- segunda guerra mundial, ¡cuántas lagrimas habrá gastado, cuántas angustias contenidas!
Quien no estuvo sometido a esa vorágine, no puede siquiera pensar en los momentos difíciles de vivir, adaptarse, sobrevivir. No fue destapar una botella y probar un vino. Cada día que pasó fue un parto nuevo, un escalón mayor de adaptación, de aceptación social y eso fue mucho decir, lograr esa tan anhelada tranquilidad espiritual.
Papá, había viajado a Argentina un año antes, había venido a abrir camino, dejando a mama, embarazada, de su quinto vástago, y que él había conocido por fotografías.
Esta nuestra historia, como la de tantos que cruzaron ese gran océano, ¿En busca de qué? Mejor bienestar, una tierra de paz, ya que en Europa acababa de terminar una larga guerra, de trabajo que escaseaba en ese instante, sin pensar de que prontamente necesitarían de sus brazos para la reconstrucción de lo destruido. El tenía un buen oficio y mucha necesidad de él había en este país que lo recibió y en el que dejó.
¿Pero pensó en todas los duelos dejados a sus espaldas y las consecuencias posteriores? yo creo que no logró medir las perdidas sentimentales, emotivas, seguramente las ganancias le hicieron dar semejante paso. Desde años atrás trato de analizar este aspecto de todo núcleo familiar, arrancado y trasplantado, a otro espacio y tiempo. Hubo un sufrimiento de más de una generación, hasta disminuir tensiones, inclusive no siempre las nuevas familias que formaron los descendientes, lograron el equilibrio deseado, hay una pesada carga que no es fácil de visualizar y despojarse, no hay tanta paciencia para resolver cuestiones.
Creo que las personas formadas en núcleos con ancestros arraigados, tienen más afianzadas su pertenencia, no sueñan con el regreso, que es duro y difícil, pues no te abrieron los brazos, uno “ya fue”, como dicen los jóvenes, este es tu nuevo lugar, en un momento fuiste el “tano” pero si regresas serás “el sudaca” ¿Eres o no de aquí y o de allá?
Difícil discernir esta situación y lo mejor, con la tranquilidad de un budista, suspirar hondo y aceptar lo que mis mayores, pensaron, decidieron, desafiaron, hicieron, sufrieron, amaron, asumieron, aceptaron, lloraron por ellos y por sus hijos, y yo a los cinco años no lo sabía, el tiempo me fue dando respuestas a infinidad de interrogantes que me acompañarán, hasta el último aliento de vida.